LAS TEXTURAS DEL MAL


La fotografía es de Tatiana Parcero.
Éste es el prólogo del libro que se está editando y del que hablaré más tarde. Quiero compartirlo con todos Ustedes, porque nos atañe.

¿Qué es el “mal”? No lo sabemos pero nos rodea, está presente por todos los lados, nos circunda, y a veces parece ser el límite de nuestro propio ser o la expresión de nuestra libertad; el mal está presente, nos lo hacemos y nos lo hacen presente, camina entre escombros o de pronto parece transitar con “pasos de paloma”. Pensamos en el bien como una suerte de contrapartida al mal y las cuentas no nos salen en la aritmética de la vida. Lacan escribió que “Definir lo bueno no es una cuestión de frontera, es un nudo interno. No se trata de saber lo que se distingue de lo que será verdad o no, que las cosas sean buenas o malas: ellas son. Es decir que es del bien, que se hace nacer el mal, no que eso sea ello; que el orden del lenguaje viene a recubrir la diversidad de lo real”. En otro lugar Lacan precisó que “es el mundo de las palabras el que crea el mundo de las cosas”. Cuánto peso para la realidad del lenguaje y cuánta responsabilidad la nuestra que con solo pensar el mal le estamos dando peso, consistencia, textura, trama, fisonomía. Lo ponemos delante de nosotros en esos renglones torcidos en los que Dios escribe recto. Y el mal cobra realidad por su sola mención, por su evocación, por las múltiples formas en las que se presenta y por las diferentes maneras en las que existe por nuestro lenguaje: “Es la introducción del lenguaje que hace surgir la travesía del mal en el campo del bien” .
Foucault afirmó que en toda cultura existen unos códigos fundamentales (los que rigen su lenguaje, sus esquemas perceptivos, sus cambios, sus valores, la jerarquía de sus prácticas entre los que está también la noción del mal o las nociones del mal) que fijan para cada hombre los órdenes con los cuales tendrá siempre que ver y dentro de los cuales encuentra su propio rostro. Lo mismo sucede respecto de eso que llamamos orden y que se desglosa sin más en teorías científicas como interpretaciones filosóficas y que quieren explicar el por qué existe un orden general y la ley dentro del que queda subsumido. Por ello seguimos preguntándonos por los principios que pueden dar cuenta de él, por qué razón se establece este orden y no otro. En todos los casos la pregunta por el mal queda enarbolada, y semioculta porque pareciera que no hay respuesta o si la hay no es algo que se comenta sino que subyace, repta, circula, se pega a las palabras con enorme ansiedad sin que podamos siquiera percatarnos que es precisamente en el lenguaje donde se hace presente. Qué duda cabe: “hay un costado maligno del lenguaje” . Una mala lectura, una mala interpretación, una torcedura a propósito de todo lo que se nos presenta porque lo que queremos es la presencia del mal.
Escenografía compleja en la que se puede representar el mal, como en el Malleus. Ahí, la conclusión visible y violenta está destinada a causar alteración en el espíritu de todos, ella está precedida por largas instrucciones y por un procedimiento sacramental dominico, de los endemoniados dominicos: lo significativo aquí es decididamente, menos el pulular de lo demoníaco y de su bestiario, que la multiplicidad y la complejidad de los ritos simbólicos mediante los cuales esa inminencia del mal se encuentra a la vez exhibida y conjurada, traducida en un lenguaje que permite su eclosión pero que limita sus estragos y finalmente la transfigura en bien - al menos para quienes creen y el “poseído” es un creyente-.
En la Antígona, Sófocles había escrito que “el mal le parece un bien a aquel cuyas phrénes (mente) un theós (un dios) conduce a áte” . Eco, quizá de aquello que en la Odisea se inscribe para los tiempos venideros: “Voluntad ello fue de los dioses que urdieron a tantos la ruina por dar que cantar a los hombre futuros” . Consuela imaginarnos como artistas de una obra de teatro donde los dioses nos han tomado en cuenta para infligirnos heridas tales que nos hacen ser, para siempre, actores de nuestro propio drama. Ovidio supo como nadie que el mar subterráneo del hombre se agota en frases que nos enseñan a no claudicar. Consolémonos entonces pensando que acaso sea cierto que: Ingenium mala saepe movent .
No es baladí que sea la introducción del lenguaje la que hace surgir la travesía del mal. Porque el lenguaje mismo se convierte en figura de la historia. A medida que las cosas piden a su devenir el principio de su inteligibilidad y abandonan el espacio de la representación, el hombre y el mal entran en el campo del saber occidental. El mal entra como dispositivo . No deja casi nada de lado. Lo más importante es la naturaleza del vínculo que puede existir entre estos elementos heterogéneos. También se observa su contenido de control social al tener que responder a una urgencia (crisis institucional de los mecanismos de poder en el sistema dominante), y cumplir una función estratégica de sujeción, de aniquilamiento, de dolor inscrito en el corazón de los cuerpos y de los discursos que nos configuran. El mal se presenta de múltiples modos y formas, algunas de ellas cotidianas que muchas veces se pueden volver ominosas. El mal, como el bien se dice de muchas maneras: hay muchas formas de mal y muchas maneras de hablar del mal y de manejar el término “mal”. Aristóteles dice que si el “bien” es un término análogo el “mal” no lo es menos.
Estas historias narradas aquí sólo son eso, pequeñas arqueologías en las que se articulan sentidos, dicotomías que devinieron reales a fuerza de ser nombradas, espacios culturales que se hicieron presentes por la convocatoria de que fueron precisas; una lógica binaria de la que parece es imposible escapar. Y al mismo tiempo quiero fingir que estoy en un viaje turístico, camino sobre las baldosas de esa gran ciudad, me pierdo en ella, como se puede uno perder en el mal, y de pronto, sin advertirlo, estoy de cara al viejo Cementerio Judío (Starý Zidovsky Hrbitov). Como visitantes entro a un enorme patio cercado por unos muros enormes que resguardan a los muertos de la intemperie del tiempo y lentamente se distribuyen entre un cúmulo de lápidas, que desde siglos andan tropezándose unas con otras. Este es el barrio y antiguo gueto de Josefov y estoy en Staré Mesto una de las partes más antiguas de la ciudad de Praga, como recuerdo de Kafka, como recuerdo de Joseph K.
El antiguo cementerio hebreo no acoge a nadie en sus fosas desde 1787, pero hasta ese año, y desde el siglo XV, sus tumbas recibieron a todos los judíos praguenses fallecidos y durante mucho tiempo se fueron amontonando en ese rincón del gueto. Paradoja: un símbolo que llevaba a los difuntos por el mismo camino que a los vivos, a su secular hacinamiento humano (o inhumano) a que fueron recluidos todos los habitantes de religión y linaje judía en las ciudades de Europa. Se dice que los cuerpos ahí enterrados suman aproximadamente unos 100.000, y pese a la abrumadora y escandalizada sensación de ver este recinto tan restringido, tan cerrado, tan pequeño, se me hace algo difícil de creer, aunque recuerdo el Gueto de Varsovia y mi mente se acomoda a lo imposible. El caso es que el fenómeno parece ser real porque en cada fosa se fueron apilando los cuerpos de los allí sepultados.
La tumba más conocida es la del rabino Loew, un sabio alquimista de finales del siglo XVI que, según dice la historia oficiosa de la Cabala, fue el creador del legendario Golem, una criatura modelada con el barro del río Moldavia y que tomaba vida cuando el rabino introducía en la boca de su monstruo una tablilla con una inscripción mágica.
Las sombras del antiguo cementerio judío forman una malla de siluetas desequilibradas a los pies de tantas lápidas torcidas y superpuestas, aquello parece un jardín encrespado de estelas con inscripciones en yiddish. El espacio bucólico parece dormitar y cuando el cementerio cierra sus puertas, el lugar se convierte en un agitado centro de sentimientos evocadores; un hueco de paz tan sólo agitado por el temblor sutil de los papelitos de homenaje que los devotos dejan sujetos con pequeñas piedras sobre las tumbas de los patriarcas hebreos y que, al transcurrir de los siglos, han sido manchadas por la ignominia de los signos nazis. El mal está presente y toma muchas formas.
¿Por qué hablar entonces del “mal"? Porque ese mal es la indiferencia absoluta ante la humanidad del otro. El “mal” sin atenuantes es ese espacio en el que no hay lugar para el amor ni el odio. Es la ausencia de cualquier afecto que distinga entre propios y ajenos, o entre unos y otros, es una condición necesaria para causar el daño más extremo. La fría malignidad que se apropia de los destinos ajenos tomando la forma de la muerte. Todo condensado en el discurso del mal, en la textura del mal, en la idea de que la fuerza del discurso envuelve su contenido pero no se resume en él. Todo pasa como si prohibiciones, barreras, umbrales, límites se dispusieran de tal forma que se domine, al menos en parte, la gran proliferación del discurso sobre el mal, ese discurso que hace que el mal mismo sea convocado: “Es la introducción del lenguaje que hace surgir la travesía del mal”, y tenga una realidad desoladora, de manera que su agravamiento se dé en la parte más peligrosa y que su desorden se organice según figuras que no esquivan sino que toman para sí lo más incontrolable; en el discurso sobre el mal todo pasa como si se hubiese querido borrar, hasta las marcas de su irrupción, en los juegos del pensamiento y de la lengua.
En el discurso del mal todo parece ponerse en cuestión. El mismo Lacan escribió que “el lenguaje es un mal útil” . La textura del infierno, los pactos demoníacos que firmó Christoph Haizmann, el nazismo injustificado de Martin Heidegger y finalmente su reverso: la metafísica de Dios, todo constituye la descripción de una cartografía del mal. Exactamente como cartógrafo he querido recorrer el relieve de las formaciones discursivas de ese mal que se ha configurado por distintos dispositivos remarcando líneas de dispersión, líneas de permanencia, zonas de confluencia. Esta cartografía quiso emprender el análisis de algunas prácticas en las que los enunciados se expanden, se multiplican, se reproducen, y se presenten, cobren fisonomía y rijan el juego de interpretación de posibilidades de la experiencia en una época dada. Es cierto, qué duda cabe: “hay un costado maligno del lenguaje”, “porque el lenguaje es un mal útil”.

A PROPÓSITO DE LAS FEAS ALMAS


A propósito de los comentarios que me han hecho en mi blog y que tuve que borrar, no por lo que decían, sino por su vulgaridad (el mal se puede perdonar, pero la vulgaridad, ¿cómo?) se me ocurrió repensar algunas categorías sobre el mal. Desde luego, la existencia del mal es un problema. Sabemos que está ahí, que nos rodea, nos cerca, se pone delante de nosotros pero, al mismo tiempo, no sabemos cuál es su esencia, como tampoco sabemos qué actitud debemos tomar frente a él. Podemos pensar que una clase de mal, que no todo el mal, es la indiferencia absoluta ante la humanidad del otro. El “mal” sin paliativos, sin atenuante alguno es aquel en el que no hay lugar para el amor ni el odio. La ausencia de cualquier afecto que distinga entre propios y ajenos, o entre unos y otros, es una condición necesaria para causar el daño más extremo, lo demás en poco, es nada, es, como decía Savater, efecto de los malitos pero no de los malos. La fría malignidad, la gélida inquina, la atroz perversidad que se apropia de los destinos ajenos tomando la forma de la muerte sólo podemos conocerla por los ejemplos que se han dado en la historia.
La destrucción de todo equilibrio entre los seres humanos, las manifestaciones del sufrimiento y su mal nos hacen mantener en la memoria el Holocausto. Frente a él tenemos que preguntarnos si en esos millones de seres humanos muertos no se ha manifestado el mal en toda su gratuidad. El sufrimiento experimentado en Auschwitz es de una exageración que nos ciega. ¿No es cierto que la inutilidad del sufrimiento se nos presenta con su radical desnudez, con su más clara brutalidad en los campos de concentración? Esa inutilidad, esa voracidad de provocar el sufrimiento, lo insoportable, es lo que lo hace absolutamente imperdonable.
No cabe ya el “¿Por qué a mí?”. Eso que María Zambrano con penosa elaboración pudo exclamar como la esencial “mendicidad” del ser humano: ¿Por qué yo?, ¿Por qué a mí? Es la pregunta sin respuesta. Aquí se expresa una interrogación contenida en la lamentación misma de la experiencia del mal. Interrogación en la que el lamento deviene queja, pedimento de explicación por el exceso de las manifestaciones del mal, por el sufrimiento injusto.
En Eichmann en Jerusalén, Hannah Arendt sorprendió al mundo con un concepto: “banalidad del mal“; con él describió la grafía de la perversidad que no se ajustaba a los patrones con que nuestra tradición cultural trató de representarse la maldad humana. Al final de la segunda guerra mundial se pudo contemplar las ruinas de aquellos conceptos que construyeron el proyecto de la ilustración. Si conocemos el tipo de muerte que imperó en los campos de concentración, acaso nos llega la perplejidad acerca del mal del siglo, ese mal, tenemos que preguntarnos, ¿es un mal radical en el sentido kantiano, o es algo mucho más trivial porque ha banalizado todo norma moral hasta límites que la conciencia no podía ni sospechar? ¿Puede haber en el mundo mal más radical, más extremo, que aquel mal humano que había preocupado al Kant de La religión dentro de los límites de la mera razón? Ese mal que radica en la propensión de la voluntad a desestimar los imperativos morales de la razón. “Ahora estoy convencida de que el mal nunca puede ser «radical», sino únicamente extremo, y que no posee profundidad ni tampoco ninguna dimensión demoníaca. Puede extenderse sobre el mundo entero y echarlo a perder precisamente porque es un hongo que invade las superficies. Y «desafía el pensamiento», tal como dije, porque el pensamiento intenta alcanzar cierta profundidad, ir a la raíz, pero cuando trata con la cuestión del mal esa intención se ve frustrada, porque no hay nada. Esa es su «banalidad». Solamente el bien tiene profundidad y puede ser radical”. El mal al que se refiere Hanna Arendt es un mal absolutamente incastigable pero imperdonable, que ya no puede ser comprendido ni explicado por los motivos malignos del interés propio, la sordidez, el resentimiento, el ansia de poder o la cobardía.

FEAS ALMAS

Qué fea persona, del alma, que es lo más triste.

LAS LIBRERÍAS DE BUENOS AIRES


Ya casi estoy metido de lleno en la realidad de mi vida, leo, escribo, estoy mandando algunos artículos a distintas revistas, ya casi se publica mi libro "Las texturas del mal", y he preparado mis clases de Filosofía griega y las que imparto en el Tec de Monterrey. Pienso que me gustaría más estar en Buenos Aires, viendo bailar tango, tomando un café en alguno de sus hermosísimos cafés o simplemente caminar por la Calle de Corrientes para meterme a las librerías: Losada, Librería Hernández, Edipo, De la Mancha, Gandhi, no el espantoso supermercado de México D.F., sino el de la calle de Corrientes, ahí, en el corazón de Buenos Aires, Argentina, Prometeo, la Libertador, otras de saldos que no me gustaron mucho porque no encontré nada o sí, ediciones de editoriales desconocidas pero nada significativo. Llegué por cierto a un blog que se llama "Hablando del asunto" y veo las opiniones de los lectores. Las pienso y probablemente tengan razón. Pero es que nunca han estado en México y han visto las horribles librerías como Gandhi, El Parnaso, o el Sótano, son no feas, son espantosas y quienes atienden no tienen la menor idea de lo que es un libro, podrían vender sopes o carnitas y sería lo mismo. A mí, perdonando las preferencias, si que me gustaron, pienso que desde luego hay muchas otras muy bien surtidas y con gente que sabe lo que está vendiendo como en la librería Guadalquivir que está en la calle Paraguay O LA EXTRAORDINARIA librería El Ateneo con sus sucursales. Claro, buscaba de filosofía y algunas cosas de literatura. Mi nostalgia por Buenos Aires se hace cada vez más creciente. He pensado que quiero irme con la Pájara a Italia en las próximas vacaciones pero el euro está tan caro, que parece que nos hemos fortificado en la miseria, que ahora sólo podremos ir a las infectas playas de Acapulco o con los narcos de Sinaloa a sus playas en Mazatlán o Veracruz donde se pierde uno en a inmensidad del mar abierto. Por eso tengo en mente irme a Buenos Aires otra vez, quizá ahora sí a Ushuaia (se escribirá así?)y a las provincias, tal vez donde vive mi amiga querida Angelina Uzín. No lo sé aún. Pienso en Buenos Aires y me encanta saberme en el extremo del mundo y me gustaría irme al Faro del fin del mundo del que tengo varias fotografías. Espero volver. Espero que me siga gustando tanto su gente, el acento, la calidez de ese espacio y, sobre todo, reencontrarme con amigos que se quedaron ahí