Un texto de Adrián Román




Acabo de leer un texto de Adrián Román, "El día de la leyenda" en http://www.frente.com.mx/el-dia-de-la-leyenda, estupendo, me divirtió mucho la narración, pero lo que más me gustó es el cruce de situaciones, como une los dos momentos, el del narrador y el de la entrevista con el gran "Púas". Otra cosa más es la inmersión de la narración en la cotidianidad de la ciudad, de ese lado de la ciudad en la que viven la mayoría de sus habitantes, en realidad es el discurso apegado a la ciudad, emergiendo de sus calles, de esos momentos arrebatados de una violencia inaudita, inopinada, estúpida. Me gusta la escritura de este escritor, me gustan los cambios que hace, las transposiciones, la irreverencia con la que trata todo, porque efectivamente así se vive. Recuerdo que una vez me subí al metro, no lo hice durante mucho tiempo, porque soy uno de esos seres conquistados por el motor de la individualidad, del me vale madres el mundo y aquí sólo yo, y aunque vivo cerca de mi trabajo, me vale y me voy en mi coche. Por eso no me subía al metro de la ciudad de México en dos o tres años.

Recuerdo que igual que este joven escritor, me subí en el metro General Anaya. Llegué y compré mi boleto, subí las escaleras eléctricas, o más bien ellas me subieron porque las habría podido escalar sin agotarme. Caminé el trecho que va de la escalera eléctrica a las escaleras de descenso y escuché el típico chillido de que se van a cerrar las puertas. Me eché a trompicones y corrí esos pocos metros en casi dos segundos, me apreté como pude entre la gente y la puerta que se cerraba y acto seguido sentí un empujón de cuerpo a cuerpo, no de un brazo o una mano que me aventara, sino con todo el poder del cuerpo, de un cuerpo viejo, como el mío. Miré a mi lado y vi a un hombre mayor, como de 1000 años, pero de más de un metro ochenta (yo mido como 1.70) y con cara de asco, como si viera mi falta de destreza, como si fuera mi perseguidor, mi conciencia me dijo: "como se ve que hay gente que no sabe subirse al metro". Lapidario. Me sentí desnudo, avergonzado, como si me hubieran bajado los calzones en el metro. No dije nada, sólo me sentí expuesto y con miedo. Luego, ya en la estación metro Allende, me quedé pensando en cómo se habría dado cuenta de mi ser anodino en la aventura brutal de un viaje en metro por la ciudad de México. Nunca lo sabré, pero sí aprendí a meterme en el metro, suave, con pequeños empujones, embarrándome en los otros y con los otros, fusionándome con ellos a través de pequeños "perdón, perdón, perdón" mientras nos metemos las manos, nos sobamos los cuerpos unos a los otros, como sabedores de que no hay mejor terapia psicológica que subirse al metro y salir renovado, con olor a humanidad.