ADIOSES DIFÍCILES




Hace tiempo leí que el sujeto es siervo del lenguaje, y en una cita que alguien hacía de un texto de Lacan se escribía que "el lenguaje como estructura preexiste a la entrada que hace en él cada sujeto". De una forma u otra, esto es para todos nosotros un poner límites a eso tan queridamente preciado que es la comunicación humana.
Creemos que comunicamos, esa es la razón de este siglo, y todo lo refuta, no comunicamos un carajo.
Los lacanianos dicen que “hay un muro”, y ese es el lenguaje, por ello la comunicación no es tal como pensamos sino que tiene sus límites, porque el lenguaje es mostrenco y equívoco. 
Nunca podemos comunicar todo lo que queremos, eso es imposible. Siempre hay restos que incluso contradicen lo que hemos dicho, siempre hay otra interpretación que dar a lo escrito y a lo escuchado, siempre hay otro lado del propio lenguaje que nos abruma y por lo que pareciera que es mejor el dicho de que "hechos son amores y no buenas razones".
Cuando hablo o escribo estoy sometido dos cuestiones básicas, qué es lo que estoy diciendo y qué es lo que el interlocutor va a comprender de lo que estoy diciendo. No sé su pasado, ni su formación cultural ni mucho menos su estructura subjetiva por lo que es dudoso que entremos al terreno de la comprensión. Donde yo digo blanco, el otro puede entender árbol, donde yo digo amor, el otro puede entender calcetín. Nunca estamos seguros de haber sido entendidos y mucho menos comprendido.
Querer comunicarse entre dos amantes es siempre un malentendido, un equívoco, una suerte de moneda echada al aire, porque en la comunicación se juega el deseo inconsciente.
No he querido escribir más sobre la muerte de las relaciones. No sé por qué, quizá porque en el fondo uno se muere en cada relación que se pierde.

CORSI Y RICORSI, y se fue para siempre



Vico, en el siglo XVII habló, en la Ciencia Nueva, del corsi y el ricorsi, palabras que querían significar el modo en como acontecía la historia universal. Sin duda, como se ha dicho hasta la náusea, fue quien dio asiento a la idea de la dialéctica en la historia de Hegel. Es decir, los sucesos históricos no avanzan de forma lineal empujados por el vertiginoso  progreso, sino más bien de manera cíclica de tal forma que se repiten esos ciclos para hacernos ver que sí, hay avances pero también hay retrocesos. El Corsi entonces es eso que evoluciona en el tiempo, mientras que el Ricorsi  venía a ser aquello que vuelve o retorna. 
Hoy que B se fue definitivamente, pienso que las relaciones amorosas tienen mucho de este ritornello, aunque no es musical, sino teatral. 
Las relaciones, lo creo ahora, tienen también su caducidad inscrita ya en la misma naturaleza del amor, de hecho creo que responden a toda una lógica de nuestro tiempo, pues puedo advertir que cada relación imita la gramática de la anterior y por ello nos parece que volvemos a estar como al principio. Claro que al final, siempre al final, esos corsis y ricorsis se terminan cuando finalmente uno de los dos miembros de la pareja deja de establecer esas condiciones de repetición. Y se va para siempre. 
Las relaciones amorosas siempre termina igual, casi podría decir que son esquemas que se trasladan a la realidad y nos hacen sufrir una y otra vez. Corsi y ricorsi, nada más, en medio de los esquemas de las relaciones que también se repiten.
Lo más triste es que ese final se da algo que me parece asqueroso: la condescendencia. En favor de ese "recuerdo" que se quiere preservar uno se torna condescendiente, aquiescente. Y entonces adquiere la investidura del que perdona, del que otorga, del que da, del que comprende. Pero igual nos quedamos sin la persona amada y eso no es más que quedarnos solos de nosotros mismos. 
¿Que si no la extraño? Carajo, claro que sí. Como en cada ocasión se extraña a la persona que se va. Nunca más es una frase que pesa enormemente porque es cierto, nunca más. Nunca es una palabra definitiva, absoluta, nos cierra todo, y la tenemos que albergar prontamente para que no tratemos de iniciar de nueva cuenta esa relación que se ha muerto. 

ADIOS A "B"



Debí de haberle dicho a B que no se fuera. 

Quise hacerlo, pero no, al final no, porque no había territorio fértil.
Pienso en su sonrisa, recuerdo muchas de sus palabras, de lo que conversábamos, de las tardes noches en las que bebíamos vino y compartíamos quesos fuertes. 
Recuerdo su sonrisa, sus pómulos que eran como montañas en medio de un mar excepcional pero profundo. 
Ahhh, cómo la recuerdo.
Aún mis manos tienen la forma de su cuerpo y poco a poco se irá perdiendo esa pequeña memoria que no habré de descubrir nunca más. 
Las palabras son tremendas: "nunca más", suena tan rotundo, pero es cierto, "nunca más". 
Las relaciones deben de terminar así, sin preámbulos, sin historias que quieran renovarse, porque se quedan truncas, rotas, y sin remedio.

Me gustaba verla bailar, me gustaba ver cómo sentía la música, el son cubano, la cumbia, y otros ritmos que, de ser sincero, no acababa yo de distinguir. Pero me gustaba mucho escuchar música con ella: me veía en sus ojos, me veía como me extraviaba en su mirada. De alguna manera me hacía acordarme de la novela de Heinrich BöllAnsichten eines Clowns, sobre todo los pasajes en los que Schnier recuerda a Marie, que lo acaba de dejar...
Recuerdo que B y yo conversábamos hasta altas horas de la madrugada, no quería dormir, porque sé que al dormir me apartaba de ella. 
Pero llegaba el cansancio. Como llegó de tanto amarnos. 
Ahhh, sí, cómo la recuerdo... Y apenas acabo de perderla. Pero el recuerdo es como los puentes, quieren hacerse largos para mantener las orillas anudadas, unir el pasado que se se está construyendo y el presente en donde ella ya no está.
Se me fue. Porque no es que "termináramos". Este concepto es estúpido. ¿De verdad se termina? 
He de decir, en descargo, que siempre que se me ha presentado esta situación he hecho lo mismo: dejarla ir. 
Me quedo solo. A pesar de que no resisto la soledad y que ella me pesa enormemente. 
No acabo de entender por qué no sabemos estar solos, por qué no toleramos la soledad, nuestros cuerpos vacíos, nuestros besos al aire, y nuestras manos llenas sólo de recuerdos..
Dentro de mí sé que se toman decisiones radicales y que ellas son susceptibles de cambiar dependiendo de la retórica. 
Pienso en la letra de Bon Iver, The Wolves:

"Someday my pain, someday my pain

Will mark you
Harness your blame, harness your blame
And walk through"

Pienso en la letra de I'll Be your Woman de Chinawoman


"I’ll be your woman with unwavering eyes
Aflame with the spirits and the mysteries of life
The hands of a healer and a samurai
I'll be your woman and you can be mine".

Pero claro, son sólo letras que están alejadas del amor cotidiano, de la relación que se va deshaciendo día a día.

Sé que pude decirle que no se fuera, que se quedara conmigo, pero no lo hice, más bien la dejé ir. No había nada que reclamar, ni qué pedir. No supe retenerla. Quizá no quise, creo que eso fue, ya no quise retenerla... 
¿Tiene uno que retener a las personas? No, sé que no, ella tenía que partir, no sé a dónde, ya no importa pues su vida desde ahora no se fraguará con la mía. 
Se me fue y yo sólo pude verla ir de mí.
Diré que B se fue de mí. Supongo que cuando tomamos una decisión de este tamaño es porque en el fondo ya la relación se ha quebrantado y nos sentimos fuertes para poder seguir sin el otro. Así fue con B, B de buena, de basamento, de buenaventura, de beso, de brutal, de basta. B se me fue... y me quedé solo de mi mismo. 
He experimentado ya muchas veces este sentimiento de soledad tan escandaloso que no me gusta vivirlo. 
Ya no quiero más. La extraño, me falta. Pero sé que es imposible el amor. 
Quiero ser coherente y decir que me quedaré solo ya para mañana. 
Aunque ese mañana tenga que hacerlo venir 
Cada vez más, es cada vez menos. 
Adiós B, adiós.
Te me fuiste y te dejé ir en silencio, sin reclamos. 
Sólo una flor quedó entre nosotros. 
Y te fuiste para siempre
Adiós 

"M" DE MARÍA... TE EXTRAÑO...



No sé cuando nos empezamos a alejar el uno del otro.
Ni siquiera puedo fechar el momento en el que se comenzó a quebrantar todo. Cuando digo todo sé que estoy exagerando porque siempre quedan rescoldos, o cosas sueltas, recuerdos que se hilvanan de maneras extrañas a otros recuerdos que no se rompen ni se olvidan, simplemente quedan ahí como centinelas de la vastedad de una relación que se fue perdiendo.
Desde luego que podría citar momentos, instantes en los que pude medio ver que las cosas no estaban como antes, digo, cuando menos un momento antes de ese en el que todo se empezó a ir al demonio.
Pero eso es lo de menos porque no es un acto ni dos, ni muchos los que nos hablan de ruptura, o de distanciamiento, sino que es el conjunto de cosas y actos que se acumulan como fardos pesados y en algún punto uno dice ¡basta!
Qué extraño es todo esto de las relaciones interhumanas. Es extraño porque nunca sabemos a qué atenernos con ese otro. Es tan impredecible.
Ella se suicidó después de la ruptura.
Todos me dicen que la ruptura no tuvo nada que ver, que no es mi responsabilidad, ni que yo tengo la culpa de su suicidio, que ella ya lo tenía calculado, que la ruptura fue el detonador de algo que ya se había gestado desde hacía mucho tiempo.
Pero quién de verdad tiene la razón.
Me culpé por un tiempo casi irracional por su muerte.
Me traté con innumerables psicoanalistas en los que encontraba sólo un aliento de exculpación en medio de sus silencios o de sus procrastinaciones.
Al final de todo, ella no se ha acomodado en mi soledad ni yo tampoco a su ausencia.



Se llamaba María.
Me gustaba su nombre a galleta.
Me gustaba que se llamara así, sin pretensiones, con un nombre vulgar, como se podían llamar todas las mujeres del mundo, al menos de mi mundo.
Me gustaba que su nombre empezara con la M que es una letra musical, suave, sin alteraciones, sin tropiezos
Me gustaba que su cara cazaba con el nombre, o que el nombre cazara con su cara.
Me gustaba decirle María, así, sólo María sin diminutivo, sin otro nombre que el suyo propio: María.
Me gustaba que me gustara su nombre, que el gusto por el nombre fuera casi como el motor de mi amor por ella.
Me gustaba que cuando yo decía María el mundo parecía suspenderse en cada letra de su nombre.
Alguna vez pensé que su nombre era como el Aleph, pero pues sí, me pareció exagerado.
María, María, María, María, María cinco veces dicho y no me aburría ni se escuchaba cacofónico.
Seguía siendo sonoro y como un arcano, me deparaba tantas sorpresas.
Claro, María era ella, mi María, no otra, no cualquiera, era ella, Mi María la de la letra M, suave y sin alteraciones, como una pieza musical…



Vivimos en la avenida México del Parque México, sí, en la Condesa.
Antes de que todo estuviera carísimo y de que sus calles se llenaran de restaurantes pretenciosos y la más de las veces “malos”, sin la M de María. Me gustaba mucho, y a María también.
Nos complacía tanto salir a caminar casi al atardecer porque las sombras que producía el sol al ponerse tras las copas de los árboles nos llenaba de melancolía. No sabíamos por qué pero tampoco nos interesaba preguntarnos ese por qué. Con una complicidad casi animal nos reíamos de nuestros sentimientos en común, de cómo parecía que nuestros corazones se hacían uno para compartir el silencio de las tardes, la aparición de las lámparas de las aceras, las parejas que empezaban a esfumarse detrás de los árboles y con complicidad de esas mismas sombras parecían disiparse para convertirse en uno solo.
La pasión no tiene recodos ni lugares, se hace su propio espacio, su propio tiempo para aparecer.
María se quedaba en silencio. La mirada se le perdía en el pequeño lago del Parque México, y sólo se escuchaba el graznido de los patos.
Luego nos íbamos a casa, caminábamos despacio y escogíamos pedazos de la calle para tratar de ver por las ventanas que estaban abiertas el modo de vida de los que vivían ahí. Nos inventábamos historias acerca de lo que sucedía o podía suceder en ese pedazo de espacio. Nos reíamos mientras se oscurecía.

A veces caminábamos por la calle de Amsterdam, como sabíamos que era una calle oval pues echábamos a andar y nos deteníamos a observar a la gente como pasaba caminando o como se recluía en sus departamentos. Parecía que queríamos ver todo lo que pasaba a su alrededor.

NI IDEA



Tengo dos blogs, uno http://albertoconstantelopez.blogspot.mx/ que empecé hace tiempo y ahí escribía de todo, bueno, casi de todo lo que se me iba ocurriendo o me ocurría. Luego, por no sé qué maldita razón, abrí éste. ¿Para qué? Ni idea. Seguramente mi maldito ego me pidió no uno sino dos, tres mil blogs para satisfacer su ansia de escritura. Claro, luego fueron los ayes porque ahora que quiero retomar esto de los blogs, resulta que ni idea de que estaba ahí, de que andaba volando en este mar de internet donde todo se trivializa y nada tiene peso ni consistencia, no tiene cuerpo, más que otra cosa parece algo viscoso como si fuera una de las páginas de Lovecraft.
Ahora tengo que decidir qué escribir en uno y en otro, mi neurosis no me permite simplemente tenerlos y poner lo que se me pega la gana, o no, mejor, lo que quiero. Porque si es lo que quiero, como dice Savater (mi filósofo preferido del siglo XX español, de Donostiarra, el que escribió algunos buenos textos antes de hacer blogs empastados, ufff, qué compromiso, porque los filósofos que más me gustan del siglo XX son San Foucault y San Heidegger), tengo que pensarlo dos veces porque lo primero que tengo que hacer es saber qué es lo que quiero.
Menuda cosa, saber qué es lo que quiero, igual que líneas arriba: ni puta idea. Porque siempre que pienso en lo que quiero eso que quiero es lo que quieren todos y eso que quieren todos no es lo que verdaderamente quiere mi querer. Igual eso que quiero es entonces lo que debo y la cuestión se torna más difícil porque ¿cómo distinguir entre lo que quiero verdaderamente y lo que debo porque ese es el "deber" que me ha sido impuesto? Cómo puedo saber la diferencias entre lo que quiero y lo que debo? Más aún, si esto se puede confundir entre lo que quiero, lo que debo y lo que puedo. ¿Acaso lo que quiero es lo que puedo? ¿Lo que debo es lo que quiero y lo que puedo? O lo que puedo es lo que debo y lo que quiero?
Ni idea.

Al final de todo no sé qué es lo que escribiré en uno y en otro blog, ¿tendrá relevancia?
Sólo un punto final: En algún momento de mi irrespetuosa vejez he visto que en cierto día me di cuenta que no sería nunca ni un Heidegger ni un Foucault, no sólo por la deficiencia en la formación básica, escolar, donde tuve profesores no malos sino absolutamente olvidables, sino porque igual en la secundaria como en la preparatoria y luego la Universidad a los profesores les tenía sin cuidado la formación de los estudiantes. Todos iban encantados a hacer turismo académico, ese donde se lleva una ponencia que nadie va a escuchar, nadie va a discutir, donde se hace una o dos preguntas para aparecer como "cuate" del ponente, pero que de la misma manera en que descuidadamente se preguntó, quedará sepultada la ponencia por un sinnúmero de sinrazones. Luego, por más que me esforcé, en algún momento me di cuenta que estaba escribiendo para un sistema perverso de "productividad", precisamente para obtener puntos que se transformarían en dinero. Me pareció tristemente lamentable, igualmente mi incapacidad para ser lo que imaginé, sin fundamento, que podría ser. Muchos factores me dijeron entonces que sería mas valioso si me entregaba a mis alumnos. Lo creo a pie juntillas.

LA MUERTE DE UN HIJO




Hace casi 8 años, mi hijo menor murió.

La experiencia fue devastadora, el dolor de su muerte, o debería decir, de su ausencia, no ha cesado. La muerte por mano propia es quizá algo que no tiene palabras, porque él se llevó la última palabra, esa que me hubiera salvado. Su muerte me ha atravesado la vida, completamente. 
A duras penas puedo seguir, digo, como si fuera algo que apenas me tocó. Tengo que fingir historias, un falso momento en el que no ha sucedido nada para soportar la realidad sin él. 
Escribo esto porque con ello quiero conjurar el horror de su ausencia que se presenta día a día, momento a momento, hora tras hora, con regularidad inaudita, tal que carcome mi razón, mi corazón, mis instantes de paz. 
Pienso en El Mercader de Venecia, pienso que la muerte de mi hijo es esa apuesta de "A pound of flesh". ¿Cómo se paga? Me acuerdo que una amiga me trajo a colación un poema de César Vallejo, los Heraldos Negros: 

Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé.
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma... Yo no sé.

Son pocos; pero son... Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.

Son las caídas hondas de los Cristos del alma,
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

Y el hombre... Pobre... pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como un charco de culpa, en la mirada.

Hay golpes en la vida, tan fuertes ... Yo no sé!


Me lo sé de memoria, me sé todo, he revisado su escritura, los entresijos, las entrelíneas y sólo puedo callar. Me duele el cuerpo, las articulaciones cuando lo leo, o lo pienso. Maldito poema que me taladra el corazón y me hace llorar. Ya no quiero llorar, odio hacerlo. Pero no puedo. Se me paraliza el alma porque en esas palabras está ese silencio que se hace con la muerte, un silencio que nos habla y nos grita. 
Cuando murió escribí todo lo que pude, apenas si podía hacerlo pero era lo único que me rescataba de mí mismo. Luego, dejé de hacerlo. No supe cómo seguir. Luego, ya no quería que nadie supiera. Luego vinieron tantas cosas, como volver a empezar en todo y por todo, pero ahora con un peso enorme, con el dolor de un hueco que nunca se cubriría, que estaría como un dolor permanente y sin saber cómo hacer para que ese mismo dolor aminorara. Luego, me han juzgado por un estúpido error que vino, no como consecuencia de la muerte de mi hijo menor, sino porque había perdido el horizonte de la vida. Es curioso como a un dolor uno puede ayudar para que ese dolor mismo de convierta en un potro de castigo. Muchas veces creo que estoy en la cárcel penitenciaria de Kafka, donde con rastrias se va inscribiendo el dolor de mi pecado en mi cuerpo, hasta que con mi muerte diga "no más".

LA MUERTE DE FRANCO VOLPI

La muerte de Franco Volpi

Alberto Constante


Hace tiempo escribí esto. Lo recuerdo como si fuera ayer. No quise que se quedara entre mis archivos, él, Volpi, fue un gran filósofo, pero más que eso, un gran amigo.

Cuando me dieron la noticia de la muerte de Franco Volpi, no lo creí. Me pareció imposible. Hacía tan poco que nos habíamos escrito, me decía que estaba muy contento de venir a México y, sobre todo, de venir a la UNAM. Cuando supe que la muerte lo había tocado, no lo creí. La muerte siempre tiene ese cariz de la incredulidad, ese velo de sombra que nos permite negarla constantemente, fingir, en el pliegue de las palabras, que ella no es posible.
Y, sin embargo, hoy le escribo desde su ausencia. Quizá por ello quiero fingir que estas palabras, este acto, podrán mantener su memoria. Pero sólo es eso. Escribir ante la muerte no es más que una forma de hacer que el silencio no se imponga. Es querer prolongar el diálogo que ha quedado inconcluso, irresuelto, es el acto por el cual la voluntad quiere imposibilitar la sordina que se aferra por vencer esa voz que, haciéndose heredero de una tradición que viene de Aristóteles y alcanza a Nietzsche y Heidegger, nos enfrentó al “nihilismo” que compone las rejillas de nuestra mirada: “El nihilismo -dice Volpi- nos ha dado la conciencia de que nosotros, los modernos, estamos sin raíces, que estamos navegando a ciegas, en los archipiélagos de la vida, el mundo y la historia” (p. 173).
No fue ese vacío sin esperanza, ese lado oscuro que se cierra sólo lo que Franco nos develó, sino también ese otro pliegue de luz que se abre en el vórtice del abismo, pues al mismo tiempo que el nihilismo ha carcomido las verdades y debilitado las religiones, nos ha enseñado a “mantener aquella razonable prudencia del pensamiento”. (Ídem)
Puedo quedar persuadido que Franco Volpi pudo haber dicho exactamente lo mismo ante su muerte: que teníamos que “mantener aquella razonable prudencia del pensamiento”. Escribir desde la muerte posee la virtud de hacer semblante de un consuelo ante la incapacidad de la memoria por aferrar lo inasible de la desaparición. Pero ya lo sabemos, como lo sabía un heideggeriano como Volpi: ¿Qué significa la muerte? “La muerte (…) sólo es un existentivo estar vuelto hacia la muerte  decía Heidegger. Volpi lo sabía, porque él hizo la traducción de Ser y Tiempo, que el fin del esta estancia en el mundo no es otra que la muerte, este fin le pertenece por el hecho de la existencia que limita y determina la integridad de cada uno de nosotros. El elemento clave que hace que el Dasein comprenda su finitud, es la angustia que revela al Dasein su nihilidad como ser para la muerte. Pero la muerte no es sólo la destrucción de la existencia, es un suceso que pone fin a todo lo que ha construido nuestro existir. Es la posibilidad de existir-para-la-muerte, no buscando la propia extinción, sino asumiéndola en una presencia anticipada. La muerte es así lo más propio de cada ser y que corresponde únicamente a ese ser.
Nos quedamos con el dolor de esa autenticidad, presos de una visión profunda del significado de la muerte, pero ¿con qué lenguaje podemos decir a nuestro corazón que la vida auténtica nos ha arrebatado a ese ser que es ya en su propio fin? ¿Qué clase de pregunta puede hacer la filosofía, entonces, que pueda responder a las preguntas que el nihilismo, matiz despótico de nuestra tiempo, prescribe? ¿Qué clase de pregunta puede imaginar o inventar la filosofía que pueda dar respuesta a las preguntas que la muerte del amigo precisa? Es justo hacer encarnar en la escritura la memoria de la desaparición. Llevar al lenguaje más allá de su habitual solemnidad, hablar a otra memoria ajena a las sonoridades familiares. Pretender que la escritura busque abrigo en lo intolerable. Porque es ahí, en la transgresión de lo intolerable, donde sobreviene la escritura.
Esa escritura que traza apasionadamente una semántica de supuestos en los que uno trata de perpetuar al otro engañando al tiempo. Ahí tengo que suponer la posibilidad de seguir existiendo; ahí tengo que suponer que Franco también hizo un trazo en el espacio y de pronto creó una sintaxis en el que se descartaba a la muerte. Pero no, esto sólo es una fábula. Para un hombre como Volpi, la palabra de Heidegger sigue siendo esa espada que cruza el firmamento de la propia filosofía. Y uno no toma a una filosofía como moda, sino como forma de vida: así, el hombre tiene que darse cuenta de que su condición de estar-en-el-mundo, lo hace partícipe de una condición finita que se define como “la posibilidad de un estar-entero en el mundo” escribió Heidegger.
En el fondo estos pensamientos no tienen la más mínima trascendencia. Las cosas y los sucesos acontecen muy simplemente y, al igual que miles de millones de seres humanos antes que yo, lo que quiero es descubrir un sentido porque mi yo no quiere consentir en que el sentido de un acontecimiento se encuentra por completo y únicamente en ese acontecimiento. La muerte de Franco Volpi sólo encuentra sentido en su muerte: un bien-estar en la luz, quizá un brevísimo dolor y luego nada más. Los humanos son los únicos que corren detrás de un sentido que no puede existir.
El dolor y el desconsuelo comienzan con la existencia, terminan con ella, y este fin produce amargura y tristeza a todos aquellos que nos sobreviven. La pena y el sufrimiento son la medida del sentido que intenta remunerar la pena, redimir lo que se ha perdido. No hay que olvidar que, “redención”, esa gran palabra de Occidente, significa “rescate” e “indulto”, pero también “descuento remunerado”, y al final todo se reduce a que redención tiene el fondo de un estar vencido de una vez por todas. Sea como sea, dolor o duelo, la pena devasta ese sentido - y con la muerte no termina ni cesa sin apoderarse también de ella. Y de esta pena encontramos la cifra que la memoria vigila como símbolo nunca borrado del todo por la muerte.
La grafía llamada “injustificable” del sufrimiento resulta fraterna con la expectativa de su testimonio posible, o de su eliminación, y, en consecuencia, de un sentido orientado por esta coartada o por esta exclusión de la vida. Poco importa de dónde proviene el mal de la ausencia, ya sea representado como moral, en una libertad, o en la muerte, el sufrimiento es ineluctablemente desamparado. Con palabras de Jünger: “(…) el nihilismo está terminado. La acción se ha vuelto tan fuerte que no queda más tiempo para el nihilismo. Se trata de un estado de espíritu que se adopta cuando uno se fatiga (...). El nihilismo es un asunto de fatiga”.
No buscaré seguir el destino infausto del sentido trágico que envolvió la muerte de Franco Volpi, sólo quiero decir que la muerte, en la filosofía, se despliega como la imagen de un Leviatán hasta nosotros, hasta el borde de nuestro mundo, cuando una de sus voces más lúcidas se apaga para siempre. La figura de la muerte, del rostro de los muertos, nos sitúa de inmediato en su desnudez. Nos posiciona ante el silencio fatigoso de nuestro acceso en el mundo, en un mundo definido por un dolor sin la menor redención, en el que la muerte ejemplifica esa palabra arrebatada, el silencio con el que el murmullo del olvido se acelera en el universo.
Si el sentido se hace eco de una manera u otra, entonces con la muerte ha perdido el sentido del sentido, el sentido del mundo de la existencia que es y que no es más que en relación con este aquí y este ahora en el que nuestro amigo ya no es. Todo esto ya no depende de nada y por ello, es un absoluto. Lo que no extinga nada en sí mismo es un centelleo. Saber que el ser o la existencia, según Heidegger, es sólo una Lichtung no nos consuela de sabernos como un error. Existir: la suerte de un destello absoluto. ¿Y la muerte? La frágil penumbra que lo apaga todo.
Y esto no dice casi nada - tal es la nimiedad del sentido mismo, la penuria de la significación que se nos muestra ahora como contingente y absurda. Decir ese casi nada es la única tarea de una escritura - pero su tarea intrascendente ante la muerte es inmediatamente ex-crita, y en virtud de su propio ritmo, redimida al mundo. Para repetirlo aún una vez más, esto no apacigua, o no calma. Pero constituye la razón por la cual la muerte no tiene nada ni de resignado ni de indiferente. Todo se pone aquí en juego, todo lo que constituye nuestro asidero al mundo, a nuestra realidad. Sin rodeos: no porque la muerte fuera inefable, sino porque ya está allí, viniendo al mundo y a los labios aquí y ahora. Hoy, por la muerte de Volpi, quizá naveguemos más ciegos “entre los escollos del mar de la precariedad…”.

La rosa de Paracelso




Cuando se habla de la historia se está hablando de una lengua de los espectros, es hablar con fantasmas. Benjamin proponía una lógica de reactualización, “reactualizar el pasado” o construir el pasado que no es otra cosa que restituir algo de lo que fuimos y de lo que somos. Tenemos que pensarnos, pensar nuestros restos, el interior de la experiencia, de la memoria. ¿Hasta dónde se da nuestra relación con el pasado? El pasado es el conjunto de nuestras deudas, nuestras persistencias, los olvidos porque recordar es olvidar, es traer y sesgar. Recordar es traer lo sorprendente. El recuerdo nos estalla, nos obnubila, hacemos una resemantización del pasado. Porque el recuerdo no es el recuerdo de un pasado excepcional sino que hay otros pasados oscuros, nocturnales, tenebrosos, lóbregos, sombríos, tristes, pasivos, neutros, banales, que curiosamente iluminan nuestra memoria aceptada y admitida sobre la base de un engaño o de una interpretación, como nos dijo Nietzsche. Lo que hoy requerimos es leer a contraluz, leer en el doble sentido. Lo que tenemos que hacer es comprender que estamos ensayando y que el ensayo, según Adorno, es comprendido como búsqueda, hacer experiencia en el interior del lenguaje; porque el ensayo lo entendemos como cruce; el lenguaje es una construcción.

Cuando Borges escribe en La rosa de Paracelso “¿Crees, por ventura, que algo puede ser devuelto a la nada? ¿Crees que el primer Adán en el Paraíso pudo haber destruido una sola flor o una brizna de hierba? ¿Crees que la divinidad puede crear un sitio que no sea el Paraíso? ¿Crees que la Caída es otra cosa que ignorar que estamos en el Paraíso?” ¿Acaso no estamos ante el gran artesano de la sugerencia? ¿No es el lenguaje sólo eso: sugerencia? No se trataría de la exhibición de la cultura, sino a la inversa, de la cultura como resto, como ruina, como ejemplo extremo de la desposesión. 

Hay algo que marca todo nuestro quehacer contemporáneo y es el “Dios ha muerto” de Nietzsche. En Die fröhliche Wissenschaft, apunta a esa muerte como la gran experiencia del vacío. Ese es el punto nodal de la secularización del mundo, el hecho de que ya no queda un lugar para lo sagrado; es el tiempo de la ciencia; es la puesta en cuestión del orden del ser; el tiempo de la retirada, de la huída. Por eso el nuevo mito: la idea de construir lo sagrado en medio de la despedida de Dios; es el tiempo del no-lugar como lo ven Hölderlin y Schlegel en el romanticismo. Es el tiempo de la retirada, el tiempo del progreso que es la conjugación del futuro como lo veía Condorcet. Es el tiempo de la de la esperanza trunca. Y, sin embargo, ¿me pregunto si tanta muerte no ha puesto sobre sus pies al viejo ídolo?