La rosa de Paracelso




Cuando se habla de la historia se está hablando de una lengua de los espectros, es hablar con fantasmas. Benjamin proponía una lógica de reactualización, “reactualizar el pasado” o construir el pasado que no es otra cosa que restituir algo de lo que fuimos y de lo que somos. Tenemos que pensarnos, pensar nuestros restos, el interior de la experiencia, de la memoria. ¿Hasta dónde se da nuestra relación con el pasado? El pasado es el conjunto de nuestras deudas, nuestras persistencias, los olvidos porque recordar es olvidar, es traer y sesgar. Recordar es traer lo sorprendente. El recuerdo nos estalla, nos obnubila, hacemos una resemantización del pasado. Porque el recuerdo no es el recuerdo de un pasado excepcional sino que hay otros pasados oscuros, nocturnales, tenebrosos, lóbregos, sombríos, tristes, pasivos, neutros, banales, que curiosamente iluminan nuestra memoria aceptada y admitida sobre la base de un engaño o de una interpretación, como nos dijo Nietzsche. Lo que hoy requerimos es leer a contraluz, leer en el doble sentido. Lo que tenemos que hacer es comprender que estamos ensayando y que el ensayo, según Adorno, es comprendido como búsqueda, hacer experiencia en el interior del lenguaje; porque el ensayo lo entendemos como cruce; el lenguaje es una construcción.

Cuando Borges escribe en La rosa de Paracelso “¿Crees, por ventura, que algo puede ser devuelto a la nada? ¿Crees que el primer Adán en el Paraíso pudo haber destruido una sola flor o una brizna de hierba? ¿Crees que la divinidad puede crear un sitio que no sea el Paraíso? ¿Crees que la Caída es otra cosa que ignorar que estamos en el Paraíso?” ¿Acaso no estamos ante el gran artesano de la sugerencia? ¿No es el lenguaje sólo eso: sugerencia? No se trataría de la exhibición de la cultura, sino a la inversa, de la cultura como resto, como ruina, como ejemplo extremo de la desposesión. 

Hay algo que marca todo nuestro quehacer contemporáneo y es el “Dios ha muerto” de Nietzsche. En Die fröhliche Wissenschaft, apunta a esa muerte como la gran experiencia del vacío. Ese es el punto nodal de la secularización del mundo, el hecho de que ya no queda un lugar para lo sagrado; es el tiempo de la ciencia; es la puesta en cuestión del orden del ser; el tiempo de la retirada, de la huída. Por eso el nuevo mito: la idea de construir lo sagrado en medio de la despedida de Dios; es el tiempo del no-lugar como lo ven Hölderlin y Schlegel en el romanticismo. Es el tiempo de la retirada, el tiempo del progreso que es la conjugación del futuro como lo veía Condorcet. Es el tiempo de la de la esperanza trunca. Y, sin embargo, ¿me pregunto si tanta muerte no ha puesto sobre sus pies al viejo ídolo?

THOM YORKE, RADIOHEAD



Escucho a Diego “El Cigala”. Me gusta mucho su tono de voz, áspero, seco, con esas ondulaciones que sólo pueden hacerlo quienes cantan "cante" desde que nacieron, pero lo que más me gusta es que canta el viejo dolor de los españoles o diría mejor, de los gitanos: el cante. Las combinaciones que hace cantando música rancheras con el tono del cante, o el tango, hermosísimo, con el sonsonete del cante. 
Hay canciones que me parecen absurdas porque se ha reproducido hasta la náusea. Me parecen insoportables: Alfonsina y el mar, por ejemplo. Para un hombre de mi edad claro, esas canciones son viejas; para un hombre joven casi son nuevas o simplemente no las conoce e incluso le pueden parecer ridículas, porque el contexto en el que fueron escritas es otro. Y todo es porque los tiempos se superponen, y de pronto yo estoy a la par que un joven de 25 o 28 años y puedo escuchar a Diego “El Cigala” como a Pearle Jam con su vocalista y compositor Eddie Vedder, fresco, siempre sin salir de sí, aún a pesar de cantar "wrong" o a ese grupo llamado Radiohead, cuyo cantante y director tiene un ojo dormilón, el ojo izquierdo, sí, se llama Thom Yorke. Su ojo caído siempre me ha parecido como una vela de un bajel cayendo, en medio de altamar. 



Me gusta como canta. Escuchar sus canciones como la que dice: “The more you try to erase me/ The more that I appear/ The more I try to erase you/ The more that you appear” de Eraser o la que suena con estas palabras: “But I’m a creep/ I’m a weirdo/ What the hell am I doing here?/ I don’t belong here” de Creep 
Eddie Vedder también tiene una canción tan abruptamente desoladora que se llama “wrong”, ahí habla de que es peor que una basura, seguramente saltó a la fama porque todos, de una u otra manera, sentimos eso, ser una basura, sea porque no nos construyeron bien nuestra autoestima, o porque es parte de la idiosincracia del mexicano, o simplemente porque nos asalta el pensamiento enormemente satisfactorio de sentirnos como una llaga que se abre y se vuelve a abrir y con ello, al mismo tiempo, supurar llanto, dolor, frustración. Pero tampoco es para tanto, nadie es tan repulsivo ni tampoco nadie es un error, un mal momento quizá. No somos tan importantes, aunque nuestras vidas sean las únicas que tenemos y de ello sí tenemos que quejarnos. 
Hoy I. me comentó de su amigo C que siempre se burla del dramatismo de las personas, tiene razón, en el fondo creo que he llegado a ese convencimiento, ¿para qué quejarse? Sólo le damos la vuelta al sufrimiento para luego volvernos a topar con él y con él queremos congraciarnos con el otro, pero si ese otro nos desarma con un "bájale de guevos", jajaja, me mata de amor porque de inmediato me siento sobrepasado en mi sufrimiento. Tengo que bajarle de "guevos", tragarme mi dramatismo de violín minúsculo y "bajarle" de guevos para no aburrir y aburrirme. Al final, tengo que reconocerlo, a nadie le importa mi sufrimiento, sólo a mí mismo, y eso... a veces.
            Por otro lado, creo que también el gozo de la vida es lo más importante que se nos da, pero estoy convencido de que esa capacidad depende de cómo nos hayan abierto para poder apreciar el tono de la vida y no sólo el llanto, el dolor, la muerte, la desaparición. No quiero generalizar, esta tendencia es estúpida, porque creemos que nosotros somos el canon del dolor o del llanto y apenas si hemos aprendido a sonreír, nada, todo esto es absurdo. Porque a nuestro dolor siempre se responde con otro dolor más enorme, más grande, es como si la vida nos diera un entrenamiento para soportar cada día una dosis de dolor más fuerte y más fuerte. Pero ya generalicé, me aburre. La tendencia es a convertirnos en el ombligo del mundo y nada, nada más falso. Si desaparecemos apenas nos recordarán dos o tres personas unos meses, unos años, hasta que esas personas se mueran y quedaremos sólo como testimonios de una época, como las fotografías viejas, que ya no sabemos quiénes fueron ni que pensaron, ni si sufrieron o saltaron de alegría, ¿dónde queda todo?

La totalidad de nuestras vidas sólo la tenemos cuando morimos, ahí nuestro pasado queda absolutamente petrificado, sin sombra de ayer y sin perspectiva de una mañana. Ahí está todo ya sin posibilidad de modificación. Ahí dejas lugares, cuadros, escritos, líneas garabateadas, sueños, reclamos, quejas y amores, y frustraciones, muchas frustraciones y a nadie le importa... Cuando mueres ya no estás más para nadie, ni para ti mismo; en cierta medida pareciera que la existencia no es más que una grotesca broma en la que sólo estás para dejar algunos cuantos recuerdos en el corazón de quienes te amaron, un pequeño espacio que compartiste con algunas personas a través del tiempo...,y esos que te recuerdan, igual que tú, se quedarán solos de sí mismos, sólo eso.

Adám Buenosaires





Leo a Leopoldo Marechal, Adám Buenosaires, una novela que posee la magia de la premonición, quizá porque ahí descubrimos Rayuela de Cortázar, o descubrimos el linaje, la historia, el proceso de esos vasos comunicantes que a veces tienen las epistemes foucaultianas... Me gusta Marechal, este libro me lo regalaron hace tiempo, no lo leí cuando debí haberlo hecho. Sólo pienso en ese momento cuando me regalaron la novela. Me gusta Marechal, sobre todo cuando recoge aquello que Adán en su explicación del mecanismo de los ángeles cuenta: “toda criatura que ha recibido alguna perfección y debe comunicarla, en cierto modo, a las criaturas inferiores”.
Quizá tenga uno que tener oídos para escuchar como ojos para ver. Esto sólo lo encontramos en la literatura. El horror de la realidad nos hace refugiarnos en la literatura; ella nos salva. Aunque muchas veces es lo contrario, nos mete en un oscuro anillo de tiempo en medio de este desierto que crece y crece. Nietzsche tenía razón, quizá porque su locura era igualmente premonitoria, era un decir desde el afuera...






Recuerdo a Michel Foucault, lo que decía de la episteme, como ese espacio en la que los conocimientos son abordados sin referirse a su valor racional o a su objetividad. Por eso propuso la arqueología como modo de acercamiento a todo eso que es, y eso es una historia de las condiciones históricas de posibilidad del saber mismo. Éstas dependerían de la “experiencia desnuda del orden y de sus modos de ser”. Entre los “códigos fundamentales de una cultura” y las teorías científicas y filosóficas que explican por qué hay un orden, existe para Foucault una “región intermedia” muy anterior a las palabras, a las percepciones y a los gestos que deben traducirla con mayor o menor exactitud [...]; más sólida, más arcaica, menos dudosa, siempre más verdadera que las teorías” y que sitúa, como experiencia del orden, aquellas condiciones de los saberes. Y esto tiene que ver con la desaparición del autor, del que escribe y de quien se siente dueño de la palabra y de los contenidos. Nuestro sueño dogmático se despertaría, como en Kant, si entendiéramos que todo se nos ha dado: la palabra, de otro es la palabra; de otro es ese ser que me es dado mediante el nombre que me ha nombrado, eso que Derrida señalaría como la herencia. Deudores de todo.  Foucault, lo sabía, y por eso escribió en su discurso del College de France: “Más que tomar la palabra, habría preferido verme envuelto por ella y transportado más allá de todo posible inicio”... Me persuado de que la literatura es un discurso que tiene la potencia de envolvernos y llevarnos más allá de todo inicio posible, otro comienzo, una forma otra de ser, la imposibilidad fáustica... Me gusta Marechal

Un texto de Adrián Román




Acabo de leer un texto de Adrián Román, "El día de la leyenda" en http://www.frente.com.mx/el-dia-de-la-leyenda, estupendo, me divirtió mucho la narración, pero lo que más me gustó es el cruce de situaciones, como une los dos momentos, el del narrador y el de la entrevista con el gran "Púas". Otra cosa más es la inmersión de la narración en la cotidianidad de la ciudad, de ese lado de la ciudad en la que viven la mayoría de sus habitantes, en realidad es el discurso apegado a la ciudad, emergiendo de sus calles, de esos momentos arrebatados de una violencia inaudita, inopinada, estúpida. Me gusta la escritura de este escritor, me gustan los cambios que hace, las transposiciones, la irreverencia con la que trata todo, porque efectivamente así se vive. Recuerdo que una vez me subí al metro, no lo hice durante mucho tiempo, porque soy uno de esos seres conquistados por el motor de la individualidad, del me vale madres el mundo y aquí sólo yo, y aunque vivo cerca de mi trabajo, me vale y me voy en mi coche. Por eso no me subía al metro de la ciudad de México en dos o tres años.

Recuerdo que igual que este joven escritor, me subí en el metro General Anaya. Llegué y compré mi boleto, subí las escaleras eléctricas, o más bien ellas me subieron porque las habría podido escalar sin agotarme. Caminé el trecho que va de la escalera eléctrica a las escaleras de descenso y escuché el típico chillido de que se van a cerrar las puertas. Me eché a trompicones y corrí esos pocos metros en casi dos segundos, me apreté como pude entre la gente y la puerta que se cerraba y acto seguido sentí un empujón de cuerpo a cuerpo, no de un brazo o una mano que me aventara, sino con todo el poder del cuerpo, de un cuerpo viejo, como el mío. Miré a mi lado y vi a un hombre mayor, como de 1000 años, pero de más de un metro ochenta (yo mido como 1.70) y con cara de asco, como si viera mi falta de destreza, como si fuera mi perseguidor, mi conciencia me dijo: "como se ve que hay gente que no sabe subirse al metro". Lapidario. Me sentí desnudo, avergonzado, como si me hubieran bajado los calzones en el metro. No dije nada, sólo me sentí expuesto y con miedo. Luego, ya en la estación metro Allende, me quedé pensando en cómo se habría dado cuenta de mi ser anodino en la aventura brutal de un viaje en metro por la ciudad de México. Nunca lo sabré, pero sí aprendí a meterme en el metro, suave, con pequeños empujones, embarrándome en los otros y con los otros, fusionándome con ellos a través de pequeños "perdón, perdón, perdón" mientras nos metemos las manos, nos sobamos los cuerpos unos a los otros, como sabedores de que no hay mejor terapia psicológica que subirse al metro y salir renovado, con olor a humanidad.

IMPOSIBLES DE LA FILOSOFÍA

Cuán profundas nos penetran las palabras. Pareciera que ellas son como espirituales, que no tienen peso, que flotan, pero no, tienen un peso enorme, traspasan nuestra humanidad, todo nuestro ser de mil formas, sin que podamos hacer nada. No hay nada que pueda pararlas, así como cuando hieren como cuando halagan.
En la presentación de mi libro, Martin Heidegger. Imposibles de la filosofía, Guillermo Hurtado que fue uno de los presentadores dijo cosas maravillosas de él; puse una entrada con sus palabras. No repetiré porque sería un pecado. Lo que sí es claro es que Guillermo fue honrosamente un regalo para mí, cuánta generosidad para no escatimar ningún elogio. Me sentí muy conmovido. No sé qué esperaba, pero sí sé que esto fue algo que me rebasó. Guillermo es un ser extraordinariamente perspicaz, inteligente, agudo, y ahora sé que vio con una gran mirada todo lo que se estaba jugando en este libro.
Sólo tengo esas palabras que deberíamos siempre derrochar ante ese otro que está ahí, frente a nosotros: gracias, muchas gracias.

Imposibles de la filosofía frente a Heidegger

ALBERTO CONSTANTE, Imposibles de la filosofía frente a Heidegger, México, Ediciones Paraíso, 2014. pp. 196.


GUILLERMO HURTADO

Imposibles de la filosofía frente a Heidegger es un libro provocador y, por lo mismo, una obra necesaria en una comunidad como la nuestra, adormilada y mustia, que evita el juicio crítico y la polémica como si se tratasen de la peste. La obra de Alberto Constante es un ensayo histórico, pero también es un ajuste de cuentas con el pasado, y un programa de renovación para el futuro.
En su libro La fenomenología en México, Antonio Zirión se ocupó de la recepción de la fenomenología en México y llegó a la conclusión de que no la hubo o que lo que hubo fue equivocado.  De manera semejante, Constante afirma que “hubo una recepción del pensamiento de Heidegger, pero ésta fue menor, equivocada, errónea, torcida, afectada siempre a la directriz de la búsqueda de lo nacional, de lo propio”.  Constante afirma que la verdadera recepción de Heidegger en México es reciente y que ha recibido un impulso especial de la obra de investigación, docencia y traducción de Ángel Xolocotzi.
La tesis de Constante va en contra de un mito construido alrededor de la figura de José Gaos y de sus discípulos. Lo que afirma Constante es que Gaos no sólo no ayudó a la recepción de Heidegger, sino que la perjudicó, la detuvo, la deformó. La traducción de Sein und Zeit de Gaos, publicada en 1951, no permitió a los lectores de habla hispana encontrar al verdadero Heidegger sino que los perdió en un enredo lingüístico.  Constante también se interroga, sin encontrar respuesta, por qué el tema del nazismo de Heidegger fue pasado de largo en el entorno de Gaos y sus discípulos.
En el último capítulo de su libro, Constante nos muestra como en el Fondo de Cultura Económica se detuvo la publicación de la traducción de Sein und Zeit de Eduardo Rivera, puesto que esa editorial poseía los derechos de la traducción y se aferraba a la versión de José Gaos, a la que consideraba una “obra clásica”. La investigación de Constante se basa en su revisión de los archivos de la editorial y es, sin duda, una valiosa contribución a la historia de las ideas.
En pocas palabras, de esto trata el libro de Constante. Pero como siempre sucede, hay excepciones a las tesis defendidas. La recepción mexicana de Heidegger no comienza con Gaos y no fue Gaos el único que dio cátedra sobre la obra del filósofo alemán. Constante señala a Edmundo O´Gorman como el único filósofo mexicano que supo apropiarse del pensamiento heidegeriano de manera provechosa. O´Gorman no fue discípulo de Gaos, pero fueron muy  amigos y sin duda discutieron largo y tendido sobre la filosofía de Heidegger. Pero O´Gorman siempre fue una rareza. Un personaje extraño entre los historiadores por ser demasiado filósofo y extraño entre los filósofos por ser demasiado historiador. Los filósofos mexicanos más importantes de la época como Ramos, García Máynez o Larroyo estaban más interesados en otros autores germanos, en Scheller, Hartmann o Dilthey. Se puede decir, por lo tanto, que sin Gaos, sin su promoción de la figura de Heidegger, la recepción del filósofo de la selva negra en México hubiera sido muy diferente. Menos intensa, menos extensa, pero quizá, como diría Constante, menos equívoca y menos sesgada.
El caso de Octavio Paz se cuece aparte. Su libro de 1956 El arco y la lira está permeado de heideggerianismo. Pero Paz no fue un filósofo, como Constante se esmera en recordarnos, y tampoco aprendió la filosofía de Heidegger en las clases de Gaos en Mascarones.  El heideggerianismo de Paz era el de los cafés parisinos y el de las revistas literarias francesas. El arco y la lira es su obra ensayística de mayores alcances filosóficos, pero a mí me parece – y sé que corro el riesgo de cometer una irreverencia – una obra demasiado pretenciosa y, en ocasiones, incluso confusa. Sus debilidades no pudieron corregirse con los cambios que Paz le hizo en subsecuentes ediciones. Sin embargo, a Gaos le debió haber llamado la atención la manera en la que la filosofía de Heidegger inundaba todos los capítulos del libro de Paz. Años después, Gaos le escribe a Paz para decirle que El arco y la lira es “el fruto más granado del existencialismo en lengua española” y que adivina en él al próximo Nobel latinoamericano.  En por lo menos una de esas dos apreciaciones Gaos no erró.
Me parece, en cambio, que Constante es algo duro con Emilio Uranga. La de Uranga fue una recepción creativa de la filosofía heideggeriana que tomó en cuenta, como no podía ser de otra manera, el momento histórico en el que hizo su lectura. Análisis del ser del mexicano de Uranga es una obra en la que la ontología de Heidegger se usa y se abusa de manera original para un propósito que era de importancia en la cultura mexicana.  Pero es cierto que, como apunta Constante , Uranga y los hiperiones eran más sartreanos que heideggerianos, más francófilos que germanófilos. Y sin embargo, Uranga decide ir a Alemania en un  viaje de estudios que duró varios años. Por esos rumbos, Uranga pudo haber profundizado en su estudio de Heidegger, pero no lo hizo. Pasaba mas tiempo en su habitación leyendo el periódico que en los salones de clase, más tiempo en los cafés que en las bibliotecas. Eso lo sabemos por sus diarios inéditos que están resguardados en la biblioteca del Instituto de Investigaciones Filosóficas.  Hay un pasaje memorable de aquellos diarios en los que Uranga cuanta su primer encuentro con Heidegger. Asiste a una conferencia y lo ve de lejos, con una mezcla de incredulidad y desilusión. Otro alumno de Gaos que escribió un testimonio sobre Heidegger fue Alejandro Rossi.  Pero en ese texto se ocupa más del amigo peruano que le abrió las puertas al seminario de Heidegger que del filósofo alemán, como si éste fuese una mera excusa para tejer una narración autobiográfica.
Los alumnos de Gaos fueron abandonaron el estudio de Heidegger como si hubiese sido un pecado de juventud. El último en hacerlo fue Fernando Salmerón, que lo trabajó en su tesis de doctorado presentada en 1965.  El caso de Ricardo Guerra es peculiar. Pero sus clases no bastaron para generar una tradición de estudio formal de la filosofía de Heidegger. A partir de los años setenta, como recuerda Constante, las corrientes de mayor ímpetu en la Facultad de Filosofía y Letras, a saber, el marxismo y la analítica, pusieron a Heidegger en un lugar marginal.
Como bien señala Constante, la nueva recepción de Heidegger, que podríamos llamar, post-gaosiana, comienza en los años ochenta y alcanza su mayor actividad en nuestros días. Esto lo sabemos de cierto si examinamos la Base de Datos Filos, en la que se reúne la producción filosófica mexicana del siglo XX.  Un esbozo de la bibliografía mexicana sobre Heidegger apareció en 2006, cuando Verónica Carmona y Cristina Roa publicaron una selección de 163 artículos publicados a partir de 1949 y 38 tesis defendidas a partir de 1955.  La mayoría de estos artículos fueron publicados en la Revista de Filosofía, Signos Filosóficos, Thesis, Diánoia y Espacios.
Cuando yo estudié filosofía en la UNAM entre 1980 y 1984, Heidegger no estaba entre los autores favoritos. Los intereses de mis profesores y mis condiscípulos iban por otros lados. Sin embargo, no olvido un curso de Ontología impartido por un joven y entusiasta profesor de nombre Alberto Constante, en el que leímos a Heidegger con sumo cuidado. Pero quien en aquel entonces se consideraba el principal especialista en la obra de Heidegger era Ricardo Guerra. Yo asistí  un par de clases de Guerra pero mi paciencia fue poca y, además, mis intereses ya estaban perfilados hacia la filosofía analítica. Mi amigo de la Facultad, Luis Ignacio Helguera tomó la decisión de hacer una tesis sobre la hermenéutica en Heidegger. Pero a decir verdad, trabajo él solo. Guerra era su asesor, pero no leyó la tesis y cuando presentó su examen profesional se dedicó a dar una clase magistral en vez de hacerle interrogar al pobre Helguera que lo escuchaba desencantado.
Helguera no encontró mucha ayuda para su investigación en la Facultad de Filosofía y Letras. Sus amigos se lo habíamos advertido. Hacer una tesis de licenciatura sobre Heidegger en la primera mitad de los años ochenta se veía como algo arriesgado y, a fin de cuentas, anacrónico. Hay una anécdota que viene a cuento. Helguera fue becario del Instituto de Investigaciones Filosóficas. Cuando se entrevistó con el nuevo director y le contó que pretendía hacer una tesis sobre Heidegger, éste le dijo que era preferible que hiciera una tesis sobre Gadamer o sobre Habermas. Mi amigo se quejaba de la falta de sensibilidad del director, pero viendo las cosas a la distancia, no me parece que le hubiese dado tan mal consejo. En el México de mediados de los años ochenta urgía un buen especialista en Gadamer o en Habermas. Pero también existía la idea, compartida por casi todos los filósofos de la UNAM, de que Heidegger era un cartucho quemado.
Pero precisamente en este entorno tan poco favorable a Heidegger se comienza a gestar la recepción post-gaosiana de Heidegger. Un primer paso muy importante en esta nueva corriente es el libro de Alberto Constante, El retorno al fundamento del pensar (Martin Heidegger) publicado por la UNAM en 1986 (aunque el manuscrito habría sido terminado en 1983). Por modestia, Constante apenas lo menciona en una nota de Imposibles de la filosofía frente a Heidegger, pero me parece que se trata de la piedra angular de la nueva recepción de Heidegger en México. Este libro de Constante es el primero escrito desde México en el que se examina la totalidad de la obra de Heidegger, es decir, tanto su primera, como su segunda época.
Más adelante aparecieron los libros de Gil Villegas y de Aguilar-Álvarez Bay que también se ocuparon de la filosofía de Heidegger de una manera muy rigurosa.  Pero dentro de esa corriente de calidad creciente, habría que mencionar también otros dos libros de Constante: Martín Heidegger en el camino del pensar, publicado en 2004 y Heidegger, el “otro comienzo”, de 2010.  Como se puede observar, Constante ha sido el estudioso mexicano de Heidegger más serio y más perseverante de los últimos treinta años y, por lo mismo, las afirmaciones que hace en su libro están fundadas en un conocimiento directo e íntimo de su campo de estudio.
En lo que sigue, y a manera de una pequeña contribución al estudio de la recepción de Heidegger en México, quisiera examinar dos números de las revistas Nexos y Vuelta de los años ochenta en los que se confirma el desprestigio en el que se encontraba la filosofía de Heidegger en México.
En diciembre de 1983, en ocasión de la publicación en español, por el Fondo de Cultura Económica, del libro de George Steiner Heidegger, la revista Nexos publicó algunos trabajos sobre ese libro de Steiner y, de manera oblicua, sobre Heidegger.
El dossier esta precedido por una nota de Hugo Hiriart en la que describe a Heidegger como “el maestro contemporáneo del pensar dificultoso”.  Hiriart se queja que “la recóndita ontología heideggeriana haya tenido tan generoso cultivo en nuestras tercermundistas aulas de filosofía”.  Pero como hemos visto, en el México de 1983 sucedía más bien lo contrario. Era todavía el mito gaosiano el que seguía predominando en la mente de la mayoría. El dossier incluye una reseña del libro de Steiner escrita por Peter Strawson, en la que el filósofo de Oxford aprovecha para hacer una crítica muy dura de Heidegger. Según Strawson, que en aquel entonces, estaba en la cima de su prestigio mundial, era absurdo sugerir que Heidegger está a altura de filósofos como Platón, Aristóteles, Descartes, Leibniz o Kant.
En aquél número de Nexos se incluye un breve texto de Emilio Uranga que se llama “Heidegger en México”. Dice así Uranga: “Entiéndase bien: al oír hablar de Martín Heidegger en México me da por pensar que se habla de un pasado y no de un triunfo. No se trata de descubrir algo de Heidegger que se nos haya deslizado inadvertido o de lucubrar versiones inéditas a lo ya repasado. No, Heidegger es pasado y del pasado, y lo único que cabría honestamente, asumida tal posición, es tratar de explicar o comprender a qué se debió que Heidegger haya sido una lectura central absorbente y prometedora en nuestra juventud. Y a esta cuestión respondo de modo inmediato. La afición por Heidegger nos fue transmitida por José Gaos que gozaba entonces de una autoridad indiscutida y entera. Sin este hombre se nos habría resbalado.”  De esta cita de Uranga habría que subrayar la frase de que Heidegger es pasado. ¿Pero cuál era el Heidegger de Gaos, según Uranga? La respuesta que nos ofrece es muy interesante: “José Gaos, cuando llegó a México, ya venía contagiado por la manía de estimar altísamente a Heidegger de Ser y Tiempo, casi exclusivamente. El resto de estos escritos de Heidegger no le suscitó jamás interés tan obsesivo. Y más diré: lo que particularmente le atraía y nos contagió fueron las ideas sobre la muerte, nuestra muerte, mi muerte. Esta era la revelación, el motivo cardinal que lo atraía en el libro de Heidegger. Y tuvo enormes consecuencias. La primera de todas hacer de José Gaos un ente moribundo, entregado a la muerte y no a la vida.”  
En su libro sobre Heidegger, Steiner se había hecho la pregunta de cómo entender el apoyo de Hitler al nacionalsocialismo y su silencio posterior. Pero fue hasta la aparición del libro de Víctor Farías Heidegger et le nazisme en 1987 que el tema se hizo preponderante.  Es entonces que Paz considera que la revista Vuelta debe ocuparse del tema. El número 142 de septiembre de 1988 ofreció un excelente dossier sobre Heidegger conformado por los siguientes textos: de Luc Ferry y Alain Finkelkraut, “Entre Hitler y el humanismo”, de Ezequiel de Olaso, “Heidegger y la insularización”, de Carlos Pereda, “La contaminación heideggeriana”, de José Guilherme Merquior, “Heidegger y el nazismo”, de Luis Ignacio Helguera, “El silencio de Heidegger”, de Xavier Ruíz Portella, “¿Y si, pese a todo, Heidegger diera a pensar la democracia”? y de Tzvetan Todorov, “Los intelectuales y la tentación del totalitarismo”.  El dossier llevaba el título irónico de El experimento del Dr. Heidegger, pero las preguntas que se plantaban eran muy graves. La primera de ellas, formulada de manera explícita era: ¿dada la influencia de Heidegger en México y en América Latina había que preocuparse de que su pensamiento no estuviera viciado de raíz por su cercanía al nazismo? La segunda pregunta, implícita, era: ¿es la filosofía heideggeriana apropiada para un momento de la historia mexicana en la que se buscaba salir del autoritarismo para entrar en una democracia liberal? Las respuestas de los participantes en el dossier casi siempre buscaban evitar caer tanto en el extremo de que había que condenar todo el pensamiento heideggeriano por la cuestión nazi, como en el extremo opuesto de que había que encapsular al pensamiento de Heidegger para aislarlo de cualquier crítica de orden político. Pero no todos tomaron este camino intermedio. Luis Ignacio Helguera trató de defender que la condena al hombre no debía interferir en la lectura de la obra.  Esta posición, por lo que él me contó, lo enfrentó con Octavio Paz, que pensaba que no se podía separar uno de la otra. Para el Paz de 1988, quizá era importante tomar una posición de franca condena a Heidegger y a su pensamiento para que su pasado heideggeriano no lo manchara en su presente de defensor de la democracia.
Algunos de los textos son despiadados con Heidegger, no sólo por su cercanía al nacionalsocialismo, sino por el estilo y contenido de su filosofía. Un ejemplo de esta posición es el texto de Carlos Pereda, que describe al heideggerianismo como una contaminación. Así la describe Pereda: “Versiones de esa figura son: la pompa profesoral que excathedra y sin el menor apoyo empírico –esa precaución de los superficiales- elabora antropologías especulativas o historias de Occidente armadas con retazos del idealismo alemán, un terrorismo metodológico que decreta y censura con cuidadosa retórica, aunque sin desarrollar el menor argumento, y el fervor sucursalero que, en suburbios como América Latina, repite con la mayor inocencia (o sin el menor pudor) exaltaciones gastadas.”  Para Pereda, el desprecio a la argumentación clara, rigurosa e informada de la contaminación heideggeriana era una senda peligrosa que podía desembocar en Auschwitz.
Hasta aquí con las polémicas en Nexos y Vuelta. Acabo con una pregunta: ¿cuál fue la repercusión de los libros de Steiner y de Farías en los departamentos de filosofía de las universidades mexicanas? Tristemente no la hubo. Los filósofos académicos mexicanos estaban ocupados en otros asuntos, seguramente importantes, pero dejaron pasar esas discusiones como quien deja pasar un autobús que pudo haberlos llevado a algún sitio interesante. Una de las virtudes del libro de Alberto Constante Imposibles de la filosofía frente a Heidegger es que nos obliga a subirnos al autobús para tomar una ruta que nos llevará a una filosofía mexicana más espabilada y más crítica.