LA MUERTE DE UN HIJO




Hace casi 8 años, mi hijo menor murió.

La experiencia fue devastadora, el dolor de su muerte, o debería decir, de su ausencia, no ha cesado. La muerte por mano propia es quizá algo que no tiene palabras, porque él se llevó la última palabra, esa que me hubiera salvado. Su muerte me ha atravesado la vida, completamente. 
A duras penas puedo seguir, digo, como si fuera algo que apenas me tocó. Tengo que fingir historias, un falso momento en el que no ha sucedido nada para soportar la realidad sin él. 
Escribo esto porque con ello quiero conjurar el horror de su ausencia que se presenta día a día, momento a momento, hora tras hora, con regularidad inaudita, tal que carcome mi razón, mi corazón, mis instantes de paz. 
Pienso en El Mercader de Venecia, pienso que la muerte de mi hijo es esa apuesta de "A pound of flesh". ¿Cómo se paga? Me acuerdo que una amiga me trajo a colación un poema de César Vallejo, los Heraldos Negros: 

Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé.
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma... Yo no sé.

Son pocos; pero son... Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.

Son las caídas hondas de los Cristos del alma,
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

Y el hombre... Pobre... pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como un charco de culpa, en la mirada.

Hay golpes en la vida, tan fuertes ... Yo no sé!


Me lo sé de memoria, me sé todo, he revisado su escritura, los entresijos, las entrelíneas y sólo puedo callar. Me duele el cuerpo, las articulaciones cuando lo leo, o lo pienso. Maldito poema que me taladra el corazón y me hace llorar. Ya no quiero llorar, odio hacerlo. Pero no puedo. Se me paraliza el alma porque en esas palabras está ese silencio que se hace con la muerte, un silencio que nos habla y nos grita. 
Cuando murió escribí todo lo que pude, apenas si podía hacerlo pero era lo único que me rescataba de mí mismo. Luego, dejé de hacerlo. No supe cómo seguir. Luego, ya no quería que nadie supiera. Luego vinieron tantas cosas, como volver a empezar en todo y por todo, pero ahora con un peso enorme, con el dolor de un hueco que nunca se cubriría, que estaría como un dolor permanente y sin saber cómo hacer para que ese mismo dolor aminorara. Luego, me han juzgado por un estúpido error que vino, no como consecuencia de la muerte de mi hijo menor, sino porque había perdido el horizonte de la vida. Es curioso como a un dolor uno puede ayudar para que ese dolor mismo de convierta en un potro de castigo. Muchas veces creo que estoy en la cárcel penitenciaria de Kafka, donde con rastrias se va inscribiendo el dolor de mi pecado en mi cuerpo, hasta que con mi muerte diga "no más".