LA FUERZA DEL DIÁLOGO


Ayer todo el mundo era creyente, hoy, luego de infinitas crisis de todos los calibres, no encuentra uno más que escépticos por donde quiera que uno mire. Vivimos en un éxtasis de desengaño, en una orgía de desilusión: todo el mundo ha despertado de su sueño dogmático como nos dijera el buen Hume y se menean las cabezas al unísono con agridulce clarividencia. Los exfanáticos se tambalean cabizbajos, llenos de náusea, autocompasión y tolerancia universal, como juerguistas profesionales digiriendo la resaca al cuarto para las ocho de la mañana fría. El realismo -entendido como pura aceptación de la impotencia o del cinismo- es el alka seltzer de las almas otrora sublevadas. Quizá por ello creo definitivamente en las enseñanzas de mis viejos maestros: nada mejor que el diálogo, la tolerancia y el respeto. Condiciones de posibilidad de acuerdos para el logro de un horizonte donde se puedan llevar a cabo los proyectos. Ayer, casualmente, platicaba con una compañera de la Facultad y me decía que ella pasaba de cualquier votación y de cualquier cosa que legitimara el modo en que la UNAM selecciona a sus directores. "No creo en las transformaciones homeopáticas de nada, me decía. No creo que tengamos que cambiar para que todo siga igual, y además sé que todo está ya dado, que la dirección se le ha ya dado a... por esto no voto ni voy a ver a los miembros de la Junta". La gente desengañada, pasa de todo. la gente que pasa suele pasar ante todo de ellos, con lo cual ya demuestra un atisbo de interés por lo real bastante considerable. Es importante este comentario porque un profesor con estos desplantes renuncia al cambio, y éste es una aspiración ética irrenunciable, la promesa triunfal del fin del statu quo, el fin que propicia la transformación moderada, el cambio racional, el privilegio de lo humanístico frente a la intolerancia. Creo en la fuerza del diálogo, de la moderación y, fundamentalmente, en la prudencia.