"M" DE MARÍA... TE EXTRAÑO...



No sé cuando nos empezamos a alejar el uno del otro.
Ni siquiera puedo fechar el momento en el que se comenzó a quebrantar todo. Cuando digo todo sé que estoy exagerando porque siempre quedan rescoldos, o cosas sueltas, recuerdos que se hilvanan de maneras extrañas a otros recuerdos que no se rompen ni se olvidan, simplemente quedan ahí como centinelas de la vastedad de una relación que se fue perdiendo.
Desde luego que podría citar momentos, instantes en los que pude medio ver que las cosas no estaban como antes, digo, cuando menos un momento antes de ese en el que todo se empezó a ir al demonio.
Pero eso es lo de menos porque no es un acto ni dos, ni muchos los que nos hablan de ruptura, o de distanciamiento, sino que es el conjunto de cosas y actos que se acumulan como fardos pesados y en algún punto uno dice ¡basta!
Qué extraño es todo esto de las relaciones interhumanas. Es extraño porque nunca sabemos a qué atenernos con ese otro. Es tan impredecible.
Ella se suicidó después de la ruptura.
Todos me dicen que la ruptura no tuvo nada que ver, que no es mi responsabilidad, ni que yo tengo la culpa de su suicidio, que ella ya lo tenía calculado, que la ruptura fue el detonador de algo que ya se había gestado desde hacía mucho tiempo.
Pero quién de verdad tiene la razón.
Me culpé por un tiempo casi irracional por su muerte.
Me traté con innumerables psicoanalistas en los que encontraba sólo un aliento de exculpación en medio de sus silencios o de sus procrastinaciones.
Al final de todo, ella no se ha acomodado en mi soledad ni yo tampoco a su ausencia.



Se llamaba María.
Me gustaba su nombre a galleta.
Me gustaba que se llamara así, sin pretensiones, con un nombre vulgar, como se podían llamar todas las mujeres del mundo, al menos de mi mundo.
Me gustaba que su nombre empezara con la M que es una letra musical, suave, sin alteraciones, sin tropiezos
Me gustaba que su cara cazaba con el nombre, o que el nombre cazara con su cara.
Me gustaba decirle María, así, sólo María sin diminutivo, sin otro nombre que el suyo propio: María.
Me gustaba que me gustara su nombre, que el gusto por el nombre fuera casi como el motor de mi amor por ella.
Me gustaba que cuando yo decía María el mundo parecía suspenderse en cada letra de su nombre.
Alguna vez pensé que su nombre era como el Aleph, pero pues sí, me pareció exagerado.
María, María, María, María, María cinco veces dicho y no me aburría ni se escuchaba cacofónico.
Seguía siendo sonoro y como un arcano, me deparaba tantas sorpresas.
Claro, María era ella, mi María, no otra, no cualquiera, era ella, Mi María la de la letra M, suave y sin alteraciones, como una pieza musical…



Vivimos en la avenida México del Parque México, sí, en la Condesa.
Antes de que todo estuviera carísimo y de que sus calles se llenaran de restaurantes pretenciosos y la más de las veces “malos”, sin la M de María. Me gustaba mucho, y a María también.
Nos complacía tanto salir a caminar casi al atardecer porque las sombras que producía el sol al ponerse tras las copas de los árboles nos llenaba de melancolía. No sabíamos por qué pero tampoco nos interesaba preguntarnos ese por qué. Con una complicidad casi animal nos reíamos de nuestros sentimientos en común, de cómo parecía que nuestros corazones se hacían uno para compartir el silencio de las tardes, la aparición de las lámparas de las aceras, las parejas que empezaban a esfumarse detrás de los árboles y con complicidad de esas mismas sombras parecían disiparse para convertirse en uno solo.
La pasión no tiene recodos ni lugares, se hace su propio espacio, su propio tiempo para aparecer.
María se quedaba en silencio. La mirada se le perdía en el pequeño lago del Parque México, y sólo se escuchaba el graznido de los patos.
Luego nos íbamos a casa, caminábamos despacio y escogíamos pedazos de la calle para tratar de ver por las ventanas que estaban abiertas el modo de vida de los que vivían ahí. Nos inventábamos historias acerca de lo que sucedía o podía suceder en ese pedazo de espacio. Nos reíamos mientras se oscurecía.

A veces caminábamos por la calle de Amsterdam, como sabíamos que era una calle oval pues echábamos a andar y nos deteníamos a observar a la gente como pasaba caminando o como se recluía en sus departamentos. Parecía que queríamos ver todo lo que pasaba a su alrededor.