ADRIANA YAÑEZ VILALTA


Hubiera querido que en mi imaginación las cosas se hubieran desarrollado de otra forma, me hubiera gustado estar de frente a Adriana, decirle lo mucho que la admiraba y lo valiente que había sido después de la muerte de Ricardo Guerra. Me hubiera gustado estar cerca de ella sólo para conmemorar…, como en aquél día con Ricardo Guerra, sólo por el gusto de estar vivos. Porque estoy plenamente convencido que siempre tenemos que festejar la presencia, ese signo, ese pliegue en nuestra mirada que es el otro y desde el cual anudo todo lo que soy. Pero cuando el otro "muere" me ubico entonces en ninguna parte. Se hace el silencio. Porque la muerte es la usurpación del discurso más allá del robo de la vida. Uno corre para escapar de alguna cosa, pero se la lleva consigo. La rabia, la desesperación, todo queda en el interior del individuo. Y nos sobreviene en miedo. Los antiguos veían en el miedo un castigo de los dioses; los griegos, según se cuenta, habían divinizado a Deimos (el temor) y a Phobos (el Miedo), esforzándose en conciliarlos en tiempos de guerra, en cualquier caso el historiador no tiene que buscar mucho para identificar su presencia desde antiguo. Casi a cada paso encontramos el miedo. Esto se ve en las máscaras frecuentemente espantosas que numerosas civilizaciones han utilizado en el transcurso de los siglos para la liturgia de la vida. Miedo a lo extraño, miedo a lo conocido, miedo a las fuerzas de la naturaleza, miedo a los muertos, a los animales, a los insectos, a las personas, miedo al semejante, al espacio vacío, a la concepción del infinito, pero sobre todo, a lo desconocido, a todo lo que precede y sigue a mi propia existencia: a no ser yo más, aquí y ahora. Si el miedo se encuentra en la raíz de la condición humana lo es porque tengo conciencia de mi desamparo; y la fatalidad abismal de la muerte. La muerte nos rodea siempre y creo que sólo la muerte desnuda es la que cuando asoma a nuestras vidas nos deja esa marca indeleble pero que está ahí, como una cicatriz borrada.