La rosa de Paracelso




Cuando se habla de la historia se está hablando de una lengua de los espectros, es hablar con fantasmas. Benjamin proponía una lógica de reactualización, “reactualizar el pasado” o construir el pasado que no es otra cosa que restituir algo de lo que fuimos y de lo que somos. Tenemos que pensarnos, pensar nuestros restos, el interior de la experiencia, de la memoria. ¿Hasta dónde se da nuestra relación con el pasado? El pasado es el conjunto de nuestras deudas, nuestras persistencias, los olvidos porque recordar es olvidar, es traer y sesgar. Recordar es traer lo sorprendente. El recuerdo nos estalla, nos obnubila, hacemos una resemantización del pasado. Porque el recuerdo no es el recuerdo de un pasado excepcional sino que hay otros pasados oscuros, nocturnales, tenebrosos, lóbregos, sombríos, tristes, pasivos, neutros, banales, que curiosamente iluminan nuestra memoria aceptada y admitida sobre la base de un engaño o de una interpretación, como nos dijo Nietzsche. Lo que hoy requerimos es leer a contraluz, leer en el doble sentido. Lo que tenemos que hacer es comprender que estamos ensayando y que el ensayo, según Adorno, es comprendido como búsqueda, hacer experiencia en el interior del lenguaje; porque el ensayo lo entendemos como cruce; el lenguaje es una construcción.

Cuando Borges escribe en La rosa de Paracelso “¿Crees, por ventura, que algo puede ser devuelto a la nada? ¿Crees que el primer Adán en el Paraíso pudo haber destruido una sola flor o una brizna de hierba? ¿Crees que la divinidad puede crear un sitio que no sea el Paraíso? ¿Crees que la Caída es otra cosa que ignorar que estamos en el Paraíso?” ¿Acaso no estamos ante el gran artesano de la sugerencia? ¿No es el lenguaje sólo eso: sugerencia? No se trataría de la exhibición de la cultura, sino a la inversa, de la cultura como resto, como ruina, como ejemplo extremo de la desposesión. 

Hay algo que marca todo nuestro quehacer contemporáneo y es el “Dios ha muerto” de Nietzsche. En Die fröhliche Wissenschaft, apunta a esa muerte como la gran experiencia del vacío. Ese es el punto nodal de la secularización del mundo, el hecho de que ya no queda un lugar para lo sagrado; es el tiempo de la ciencia; es la puesta en cuestión del orden del ser; el tiempo de la retirada, de la huída. Por eso el nuevo mito: la idea de construir lo sagrado en medio de la despedida de Dios; es el tiempo del no-lugar como lo ven Hölderlin y Schlegel en el romanticismo. Es el tiempo de la retirada, el tiempo del progreso que es la conjugación del futuro como lo veía Condorcet. Es el tiempo de la de la esperanza trunca. Y, sin embargo, ¿me pregunto si tanta muerte no ha puesto sobre sus pies al viejo ídolo?

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