La muerte de Franco Volpi
Alberto Constante
Hace tiempo escribí esto. Lo recuerdo como si
fuera ayer. No quise que se quedara entre mis archivos, él, Volpi, fue un gran
filósofo, pero más que eso, un gran amigo.
Cuando me dieron la noticia de la muerte de
Franco Volpi, no lo creí. Me pareció imposible. Hacía tan poco que nos habíamos
escrito, me decía que estaba muy contento de venir a México y, sobre todo, de
venir a la UNAM. Cuando supe que la muerte lo había tocado, no lo creí. La
muerte siempre tiene ese cariz de la incredulidad, ese velo de sombra que nos
permite negarla constantemente, fingir, en el pliegue de las palabras, que ella
no es posible.
Y,
sin embargo, hoy le escribo desde su ausencia. Quizá por ello quiero fingir que
estas palabras, este acto, podrán mantener su memoria. Pero sólo es eso.
Escribir ante la muerte no es más que una forma de hacer que el silencio no se
imponga. Es querer prolongar el diálogo que ha quedado inconcluso, irresuelto,
es el acto por el cual la voluntad quiere imposibilitar la sordina que se
aferra por vencer esa voz que, haciéndose heredero de una tradición que viene
de Aristóteles y alcanza a Nietzsche y Heidegger, nos enfrentó al “nihilismo”
que compone las rejillas de nuestra mirada: “El nihilismo -dice Volpi- nos ha
dado la conciencia de que nosotros, los modernos, estamos sin raíces, que
estamos navegando a ciegas, en los archipiélagos de la vida, el mundo y la
historia” (p. 173).
No fue ese vacío sin esperanza, ese lado oscuro
que se cierra sólo lo que Franco nos develó, sino también ese otro pliegue de
luz que se abre en el vórtice del abismo, pues al mismo tiempo que el nihilismo
ha carcomido las verdades y debilitado las religiones, nos ha enseñado a
“mantener aquella razonable prudencia del pensamiento”. (Ídem)
Puedo
quedar persuadido que Franco Volpi pudo haber dicho exactamente lo mismo ante
su muerte: que teníamos que “mantener aquella razonable prudencia del
pensamiento”. Escribir desde la muerte posee la virtud de hacer semblante
de un consuelo ante la incapacidad de la memoria por aferrar lo inasible de la
desaparición. Pero ya lo sabemos, como lo sabía un heideggeriano como Volpi:
¿Qué significa la muerte? “La muerte (…) sólo es un existentivo estar vuelto
hacia la muerte” decía
Heidegger. Volpi lo sabía, porque él hizo la traducción de Ser y Tiempo,
que el fin del esta estancia en el mundo no es otra que la muerte, este fin le
pertenece por el hecho de la existencia que limita y determina la integridad de
cada uno de nosotros. El elemento clave que hace que el Dasein comprenda
su finitud, es la angustia que revela al Dasein su nihilidad como ser
para la muerte. Pero la muerte no es sólo la destrucción de la existencia, es un
suceso que pone fin a todo lo que ha construido nuestro existir. Es la posibilidad
de existir-para-la-muerte, no buscando la propia extinción, sino asumiéndola en
una presencia anticipada. La muerte es así lo más propio de cada ser y que
corresponde únicamente a ese ser.
Nos
quedamos con el dolor de esa autenticidad, presos de una visión profunda del
significado de la muerte, pero ¿con qué lenguaje podemos decir a nuestro
corazón que la vida auténtica nos ha arrebatado a ese ser que es ya en su
propio fin? ¿Qué clase de pregunta puede hacer la filosofía, entonces, que
pueda responder a las preguntas que el nihilismo, matiz despótico de nuestra tiempo,
prescribe? ¿Qué clase de pregunta puede imaginar o inventar la filosofía que
pueda dar respuesta a las preguntas que la muerte del amigo precisa? Es justo
hacer encarnar en la escritura la memoria de la desaparición. Llevar al
lenguaje más allá de su habitual solemnidad, hablar a otra memoria ajena a las
sonoridades familiares. Pretender que la escritura busque abrigo en lo
intolerable. Porque es ahí, en la transgresión de lo intolerable, donde
sobreviene la escritura.
Esa
escritura que traza apasionadamente una semántica de supuestos en los que uno
trata de perpetuar al otro engañando al tiempo. Ahí tengo que suponer la
posibilidad de seguir existiendo; ahí tengo que suponer que Franco también hizo
un trazo en el espacio y de pronto creó una sintaxis en el que se descartaba a
la muerte. Pero no, esto sólo es una fábula. Para un hombre como Volpi, la
palabra de Heidegger sigue siendo esa espada que cruza el firmamento de la
propia filosofía. Y uno no toma a una filosofía como moda, sino como forma de
vida: así, el hombre tiene que darse cuenta de que su condición de
estar-en-el-mundo, lo hace partícipe de una condición finita que se define como
“la posibilidad de un estar-entero en el mundo” escribió Heidegger.
En
el fondo estos pensamientos no tienen la más mínima trascendencia. Las cosas y
los sucesos acontecen muy simplemente y, al igual que miles de millones de seres
humanos antes que yo, lo que quiero es descubrir un sentido porque mi yo no
quiere consentir en que el sentido de un acontecimiento se encuentra por
completo y únicamente en ese acontecimiento. La muerte de Franco Volpi sólo
encuentra sentido en su muerte: un bien-estar en la luz, quizá un brevísimo dolor
y luego nada más. Los humanos son los únicos que corren detrás de un sentido
que no puede existir.
El
dolor y el desconsuelo comienzan con la existencia, terminan con ella, y este
fin produce amargura y tristeza a todos aquellos que nos sobreviven. La pena y
el sufrimiento son la medida del sentido que intenta remunerar la pena, redimir
lo que se ha perdido. No hay que olvidar que, “redención”, esa gran palabra de
Occidente, significa “rescate” e “indulto”, pero también “descuento remunerado”,
y al final todo se reduce a que redención tiene el fondo de un estar vencido de
una vez por todas. Sea como sea, dolor o duelo, la pena devasta ese sentido - y
con la muerte no termina ni cesa sin apoderarse también de ella. Y de esta pena
encontramos la cifra que la memoria vigila como símbolo nunca borrado del todo
por la muerte.
La
grafía llamada “injustificable” del sufrimiento resulta fraterna con la expectativa
de su testimonio posible, o de su eliminación, y, en consecuencia, de un
sentido orientado por esta coartada o por esta exclusión de la vida. Poco
importa de dónde proviene el mal de la ausencia, ya sea representado como
moral, en una libertad, o en la muerte, el sufrimiento es ineluctablemente desamparado.
Con palabras de Jünger: “(…) el nihilismo está terminado. La acción se ha
vuelto tan fuerte que no queda más tiempo para el nihilismo. Se trata de un
estado de espíritu que se adopta cuando uno se fatiga (...). El nihilismo es un
asunto de fatiga”.
No
buscaré seguir el destino infausto del sentido trágico que envolvió la muerte
de Franco Volpi, sólo quiero decir que la muerte, en la filosofía, se despliega
como la imagen de un Leviatán hasta nosotros, hasta el borde de nuestro mundo,
cuando una de sus voces más lúcidas se apaga para siempre. La figura de la
muerte, del rostro de los muertos, nos sitúa de inmediato en su desnudez. Nos
posiciona ante el silencio fatigoso de nuestro acceso en el mundo, en un mundo definido
por un dolor sin la menor redención, en el que la muerte ejemplifica esa
palabra arrebatada, el silencio con el que el murmullo del olvido se acelera en
el universo.
Si
el sentido se hace eco de una manera u otra, entonces con la muerte ha perdido
el sentido del sentido, el sentido del mundo de la existencia que es y que no
es más que en relación con este aquí y este ahora en el que nuestro amigo ya no
es. Todo esto ya no depende de nada y por ello, es un absoluto. Lo que no extinga
nada en sí mismo es un centelleo. Saber que el ser o la existencia, según
Heidegger, es sólo una Lichtung no
nos consuela de sabernos como un error. Existir: la suerte de un destello
absoluto. ¿Y la muerte? La frágil penumbra que lo apaga todo.
Y
esto no dice casi nada - tal es la nimiedad del sentido mismo, la penuria de la
significación que se nos muestra ahora como contingente y absurda. Decir ese
casi nada es la única tarea de una escritura - pero su tarea intrascendente
ante la muerte es inmediatamente ex-crita, y en virtud de su propio ritmo, redimida
al mundo. Para repetirlo aún una vez más, esto no apacigua, o no calma. Pero
constituye la razón por la cual la muerte no tiene nada ni de resignado ni de
indiferente. Todo se pone aquí en juego, todo lo que constituye nuestro asidero
al mundo, a nuestra realidad. Sin rodeos: no porque la muerte fuera inefable,
sino porque ya está allí, viniendo al mundo y a los labios aquí y ahora. Hoy,
por la muerte de Volpi, quizá naveguemos más ciegos “entre los escollos del mar
de la precariedad…”.
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