A PROPÓSITO DE LAS FEAS ALMAS


A propósito de los comentarios que me han hecho en mi blog y que tuve que borrar, no por lo que decían, sino por su vulgaridad (el mal se puede perdonar, pero la vulgaridad, ¿cómo?) se me ocurrió repensar algunas categorías sobre el mal. Desde luego, la existencia del mal es un problema. Sabemos que está ahí, que nos rodea, nos cerca, se pone delante de nosotros pero, al mismo tiempo, no sabemos cuál es su esencia, como tampoco sabemos qué actitud debemos tomar frente a él. Podemos pensar que una clase de mal, que no todo el mal, es la indiferencia absoluta ante la humanidad del otro. El “mal” sin paliativos, sin atenuante alguno es aquel en el que no hay lugar para el amor ni el odio. La ausencia de cualquier afecto que distinga entre propios y ajenos, o entre unos y otros, es una condición necesaria para causar el daño más extremo, lo demás en poco, es nada, es, como decía Savater, efecto de los malitos pero no de los malos. La fría malignidad, la gélida inquina, la atroz perversidad que se apropia de los destinos ajenos tomando la forma de la muerte sólo podemos conocerla por los ejemplos que se han dado en la historia.
La destrucción de todo equilibrio entre los seres humanos, las manifestaciones del sufrimiento y su mal nos hacen mantener en la memoria el Holocausto. Frente a él tenemos que preguntarnos si en esos millones de seres humanos muertos no se ha manifestado el mal en toda su gratuidad. El sufrimiento experimentado en Auschwitz es de una exageración que nos ciega. ¿No es cierto que la inutilidad del sufrimiento se nos presenta con su radical desnudez, con su más clara brutalidad en los campos de concentración? Esa inutilidad, esa voracidad de provocar el sufrimiento, lo insoportable, es lo que lo hace absolutamente imperdonable.
No cabe ya el “¿Por qué a mí?”. Eso que María Zambrano con penosa elaboración pudo exclamar como la esencial “mendicidad” del ser humano: ¿Por qué yo?, ¿Por qué a mí? Es la pregunta sin respuesta. Aquí se expresa una interrogación contenida en la lamentación misma de la experiencia del mal. Interrogación en la que el lamento deviene queja, pedimento de explicación por el exceso de las manifestaciones del mal, por el sufrimiento injusto.
En Eichmann en Jerusalén, Hannah Arendt sorprendió al mundo con un concepto: “banalidad del mal“; con él describió la grafía de la perversidad que no se ajustaba a los patrones con que nuestra tradición cultural trató de representarse la maldad humana. Al final de la segunda guerra mundial se pudo contemplar las ruinas de aquellos conceptos que construyeron el proyecto de la ilustración. Si conocemos el tipo de muerte que imperó en los campos de concentración, acaso nos llega la perplejidad acerca del mal del siglo, ese mal, tenemos que preguntarnos, ¿es un mal radical en el sentido kantiano, o es algo mucho más trivial porque ha banalizado todo norma moral hasta límites que la conciencia no podía ni sospechar? ¿Puede haber en el mundo mal más radical, más extremo, que aquel mal humano que había preocupado al Kant de La religión dentro de los límites de la mera razón? Ese mal que radica en la propensión de la voluntad a desestimar los imperativos morales de la razón. “Ahora estoy convencida de que el mal nunca puede ser «radical», sino únicamente extremo, y que no posee profundidad ni tampoco ninguna dimensión demoníaca. Puede extenderse sobre el mundo entero y echarlo a perder precisamente porque es un hongo que invade las superficies. Y «desafía el pensamiento», tal como dije, porque el pensamiento intenta alcanzar cierta profundidad, ir a la raíz, pero cuando trata con la cuestión del mal esa intención se ve frustrada, porque no hay nada. Esa es su «banalidad». Solamente el bien tiene profundidad y puede ser radical”. El mal al que se refiere Hanna Arendt es un mal absolutamente incastigable pero imperdonable, que ya no puede ser comprendido ni explicado por los motivos malignos del interés propio, la sordidez, el resentimiento, el ansia de poder o la cobardía.

2 comentarios:

johan dijo...
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johan dijo...
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