Porque la experiencia es eso: una triste riqueza que sólo sirve para saber cómo se debería haber vivido, pero no para vivir nuevamente. Josefina Vicens
Un Maratón en Madrid
El domingo fue un día excepcional. Salí de casa temprano y a los 15 pasos de donde vivimos mi mujer y yo se encontraban miles de personas corriendo. Un mar de gente, literalmente. Nunca había tenido tan cerca a estos cientos de miles de maratonistas. Iban de distintas formas, unos corrían con paso que a leguas se les notaba la experiencia que tienen en estos actos multitudinarios. Otros, jadeantes, casi exaustos se les veía agotados, con paso ya cansino pero aún con el ímpetu de saberse visto. Saberse visto, aquello que los griegos llamaban la cultura de la vergüenza. Eso sí que los hacía sacar fuerza de la flaqueza. No sé cuánto llevaban ya corriendo, eran 42 kilómetros los que se estaban jugando. Lo sé porque se lo pregunté a una persona que estaba ahí viendo pasar el contingente. "Los africanos son los que llevaban la delantera", me dijo. Nos reímos mi mujer y yo. Lo que me hace contar esto no es la carrera en sí pues cualquier cronista de deportes lo diría mejor que yo, sin duda, sino esa parte humana que tiene este fenómeno: ahí corrían miles, 14 mil para ser exactos, pero los otros miles que aplaudían y gritaban a los que corrían era la parte más bella de todo esto. Ví cuando unos maratonistas salieron de la carrera y se dedicaron a gritarles a los demás: "Eres grande, "vamos", "vamos", "allá adelante nos están esperando"; pero lo más hermoso fue cuando uno de los corredores se detuvo, dio dos pasos para atrás, levantó a una mujer en volandas, y le dio un beso: era su esposa que lo animaba con gritos casi enloquecidos, todos de amor: Manolo, tú puedes, Manolo anda, Manolo eres grande; él siguió con una sonrisa y ella sólo se volteó a su compañera y llevándose las manos al pecho sólo dijo llorando: "qué emoción"!!! Apenas fue audible lo que dijo porque los cientos de personas que veían a los corredores aplaudían descaradamente, vivificaban a todos los maratonistas, como si en su fuero interno supieran en esa enorme complicidad que se otorgan las masas que esos aplausos y esos gritos, pero sobre, todo, esas miradas exaltaban el corazón de todos los que participamos de una u otra manera en esta fiesta.
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